Bien, después de tanto tiempo sin atreverme a tocar el blog (unos cuantos años, de hecho), procedo a sacar del cajón de los escritos olvidados este texto que hice sobre la muerte de mi padre. Creo que el texto en sí –con todos sus defectos– permite expresar, diría que de la manera en que mi mente se desentraña de la existencia, tanto la conmoción del fenómeno de la muerte como una búsqueda de lo que somos. Al releerlo he reflexionado acerca de mi condición personal, y le he cambiado el final. Creo que esta conclusión que ahora le he puesto es más digna de mi padre y del amor que me regaló durante toda su vida. Espero que aceptéis estas palabras que siguen de buen grado; el contexto es mayo de 2014 tal vez, y es increíble y terrible darse cuenta (de bruces) de que llevo sin escribir en este blog casi una década. Me gustaría que las personas que quiero me concedieran un poco de su precioso tiempo y lo leyeran. Y si algún despistado (no tengo ya mucha fe en esto) que, undívago, me hallare en este blog, decide también leer estas palabras, bienvenido sea eternamente.
Un pensamiento extraño
Paseo por Granada en mayo. Mi padre está muerto desde hace tres años y dentro de unas 36 horas subiré a mi madre al cementerio para ver su sepultura. Cuando esté allí, reconoceré que es extraño pensar que, tras esa placa de mármol negra, en un espacio de menos de un metro de ancho por un metro de alto (exactamente, 0’80 de anchura, 0’65 de altura, y 2'50 de longitud), en el interior de una caja de madera cromada, está él. Hace ya calor: mi madre y yo estamos de pie, sobre un suelo terroso, amarillo como el serrín, en un patio cuadrado totalmente flanqueado de nichos. Hay que pensar también en esto (y también es extraño pensar esto): hace calor porque ya casi es verano y cuando hace frío porque es febrero, o cuando llueve como si te doliera el pecho, o cuando ventea y aúlla el universo, mi padre sigue ahí dentro, aunque no es mi padre lo que está ahí dentro, es un montón de carne seca y de huesos que no puede pensar en eso, no siente nada, no existe. Es un objeto más del cementerio. Por lo tanto, para mí, se ha convertido en una abstracción, y lo que hay ahí mismo, frente a mi cuerpo que siente el calor incipiente, no significa nada, porque él ya ha desaparecido; no está. El cadáver no es mi padre, porque él es esa abstracción que yo digo: una remembranza de excursiones en un Seat Fura, del sótano en donde trabaja, de juguetes que me compra, una mano rechoncha, desbastada por la acción de la lejía con que se quita la tinta de la imprenta, una voz que te intenta aconsejar con prudencia, tal vez porque es consciente de ser mi padre y de que está actuando como un padre, seguramente viéndose a sí mismo dando consejos como si realmente fuese un niño que se sorprende de su situación. Todo lo que me rodea se convierte en este material abstracto, intangible, doloroso; podría contar cientos de momentos con él, pero esa no es la intención de este texto. Paseo por Granada en mayo y le hago, conforme atardece, algunas fotos con el móvil al parque Federico García Lorca. Dos días después, cuando mi madre haya limpiado la placa, haré tres fotos más allá arriba. Las enviaré a grupos de compañeros de trabajo o a algunos amigos de aquí con la leyenda (pedante ex profeso) “Imágenes desde la necrópolis”. Alguna que otra instantánea resulta de mi agrado, no lo niego: son retratos de esculturas portentosas, cruces custodiadas por criaturas andróginas embozadas en túnicas, tumbas con ninfas semidesnudas en gesto inefable, ángeles impúberes que dan testimonio como si con ellos no fuera la cosa. Les repito esto último: envío las fotos y luego las miro una y otra vez, intentando ponerme en el lugar de quien las ha recibido, imaginando qué pensará, si podrá comprender que comparto abstractos y que esas imágenes son parte de un proceso, pero no el todo, nunca el todo. Dentro de su significante no está Granada, no está el Parque de García Lorca, no está el cementerio que yo llamo, con afectación engolada, la necrópolis de Granada; no hay calles ni árboles ni fuentes, ni estatuas. Esas cosas están allí, en su sitio, ocupando un espacio físico, interrumpiendo con su volumen la paz de la materia, inmunes a cualquier tipo de sentido o de percepción, sin saber que existen para mí. Mi padre forma parte ahora de esas cosas, es materia sin animación; existe en términos de volumen, aunque se deshace, se hace polvo, se vuelve inasible y terminará, no sé cuándo, disperso entre el grutesco de la materia. Él existe para mí, y ninguna otra persona que no sea yo mismo en cada momento exacto de mi existencia podrá participar de este acontecimiento.
Les mando fotos, entonces, a otras abstracciones: en distintas y variadas ocasiones se encuentran frente a mí, conversan, infieren, ostentan; compañeros de trabajo con quienes me relaciono en horas laborales desde hace muchos años, amigos a los que no veo en meses, o conocidos a las que veo de vez en cuando; cada uno de ellos no es realmente uno solo de ellos mismos porque para mí confluyen en una quimera que yo hago de sus prejuicios, voluntades, disensiones… Les asigno una porción de simpatía, afinidad, desprecio, broma, deseo… pero no puedo amarlos como yo querría amar por la sencilla razón de que están cerrados, son volúmenes cerrados que no parecen demostrar lo que para mí resulta más importante que nada en este mundo: la aceptación de que existo fuera de ellos mismos, de que no estoy limitado a sus apriorismos ni a sus prejuicios, sino que hay una persona muy distinta de la que ellos han reconstruido, un ser -en estos momentos solamente- vivo, descuadernado, encerrado dentro de mí, dentro de este cuerpo, esta forma orgánica que ha adquirido pensamiento durante un brevísimo período para percibir un mundo del que saca fotos que pretenden decir algo sin que sea posible decirlo, imágenes asociadas a tardes de la universidad, a las conversaciones llenas de humor negro y de sarcasmo que –en aquel parque– hacía con Julio en la hora de la calima, asociaciones a Poeta en Nueva York y tantas otras lecturas de Lorca que me proporcionaron consuelo en tardes nubladas, proyectos en las soledades de una habitación, insatisfacciones por un paisaje de montaña que siempre se mantiene lejos, como una muralla infinita, también afinidades por lo estatuario, porque es real y esas estatuas nunca sonríen, la belleza absoluta de su macabro recordatorio, la armónica composición de cipreses, robles y pinos, el hecho –en fin– de que no deja de ser materia que retrotrae a otro yo más joven, enfadado, con el pelo enmarañado y largo, vestido de negro, un adolescente que pasea con quienes juzgaba verdaderos hermanos entre esos cipreses, consciente desde luego de lo hermoso que es el vacío. Son más de cuarenta años de paseo por Granada. Quizás sea el hecho de su gente (siempre en guardia, como las efigies del cementerio) lo que me permite pensar más de la cuenta cuando camino, o de sus calles atiborradas de historia, o de la melancolía que provocan los seres muertos que dejan huella, el saber que estos seres estuvieron vivos como él y que hicieron tantas cosas, construyeron jardines, estatuas y fuentes, plantaron cipreses para llorar hacia la eternidad, crearon necrópolis o derribaron necrópolis o hicieron ambas cosas… Amaron sin comprender muy bien lo que eso significaba, creyeron en la vida tras la muerte, juzgaron a quienes disentían de su diseño, se olvidaron de sus penurias con la música de su tiempo o admiraron a poetas de su época, ¿cuántas vidas son ahora solo objetos sin sustancia, ideas apenas consonantes con lo verdadero, esbozos que se desvanecen entre cuadros oscuros y edificios majestuosos? Nos desvanecemos nosotros también en ese ocaso de siglos, nos hacemos para los demás solo objetos, formas, continentes herméticos, ¿quién eres para la persona que te ama? ¿A qué abstracción de tu ser dedica sus horas secretas, qué parte o qué perfume de ti quedará en su memoria cuando mueras? Son muchas formas de morir las que desempeñamos día tras día, porque los demás no nos miran como Garcilaso quería mirar, a través de la ventana de la mirada, atravesando las medulas con ojos de alma enamorada; pero es el siglo XXI, cuanto hermoso y verdadero se formuló acerca de este misterio, que aún nos hace temblar en la vigilia del sueño, se ha ido reduciendo –o quizás habrá quien diga que “redireccionando”– a una jerga de imágenes virtuales; formamos ya un sistema que busca transcender al individuo, y los que somos como yo, la Generación Desubicada, el loco en su torre que cae, estamos frente a la tumba de un padre, sintiendo un dolor espantoso, escuchando a una madre que también muestra los signos, sabiendo que esto es la náusea. Y no obstante, hete aquí el estar, que no el ser, hete aquí estar otra vez escribiendo, o estar allí sufriendo, y estar en tantas décadas, sobre tantos espacios, en Granada muriendo, muriendo por que me vean, que me sepan, que me sean. Pienso que seré una abstracción más pronto que tarde, digamos que en el breve coqueteo de unos neutrones, y, en realidad, ya lo soy: todos vosotros lo sois, ahora toca otro extraño pensamiento: estamos sin serlo, porque no somos seres, sino estares vivos; todo lo ajeno a esto no es estar, pero sí ser. Ser no es transferible, la clase de amor que yo busco no pertenece al estar, al estar enamorado, sino al ser, al ser enamorado. Ergo solo en la muerte se culmina. ¿Quién sino yo mismo es conmigo dentro? Mi padre fue lo más parecido que hubo a mí mismo, mi ser sin mí. Mi madre se entristece ante una lápida negra, y la limpia con mimo. Pero ella no soy yo. Soy su carne y sin embargo no somos. ¿Cuánto de mí ha muerto con mi padre? Creo que desaparecí hace ya tiempo; y creo que el tiempo de los estares se deshace entre mis dedos. Soy un fantasma que mira a los compañeros de trabajo con extrañeza, como a través de una pantalla, como si fueran personajes de una historia que emplea un lenguaje que ningún ser humano podrá jamás manejar. Insisto: la historia maneja ese lenguaje, nosotros, no. A modo de corolario: un último pensamiento extraño: pensar en Granada no es estar en Granada, sino el desenlace de un proceso: el paseo por la ciudad o por su cementerio me permite estar en Granada, el recuerdo de este paseo, la memoria de su pensamiento –y el desencadenamiento que se desprende de este–, ya en mi casa de Almansa, me permiten ser en Granada; esto es algo que nadie más que yo hará en la historia invisible de este universo, porque solo yo he paseado, solo yo he pensado esto. Del mismo modo, siguiendo un similar proceso, me pregunto por nuestra misma existencia, o por nuestra misma condición. Me pregunto si podremos hacerlo mejor, si sabremos algún día ver el interior de otros seres; me pregunto desde el pesimismo que te va regalando el paso de los años –o conocer a la gente, o vivir tantos desengaños–, si lograremos trascender en el ser ajeno. Me pregunto si algo de esto que escribo sirve para verme. O acaso siga invisible, o acaso ser enamorado se convierta en la única victoria de mi padre.