miércoles, 19 de julio de 2023

Bien, después de tanto tiempo sin atreverme a tocar el blog (unos cuantos años, de hecho), procedo a sacar del cajón de los escritos olvidados este texto que hice sobre la muerte de mi padre. Creo que el texto en sí –con todos sus defectos– permite expresar, diría que de la manera en que mi mente se desentraña de la existencia, tanto la conmoción del fenómeno de la muerte como una búsqueda de lo que somos. Al releerlo he reflexionado acerca de mi condición personal, y le he cambiado el final. Creo que esta conclusión que ahora le he puesto es más digna de mi padre y del amor que me regaló durante toda su vida. Espero que aceptéis estas palabras que siguen de buen grado; el contexto es mayo de 2014 tal vez, y es increíble y terrible darse cuenta (de bruces) de que llevo sin escribir en este blog casi una década. Me gustaría que las personas que quiero me concedieran un poco de su precioso tiempo y lo leyeran. Y si algún despistado (no tengo ya mucha fe en esto) que, undívago, me hallare en este blog, decide también leer estas palabras, bienvenido sea eternamente. 

Un pensamiento extraño

Paseo por Granada en mayo. Mi padre está muerto desde hace tres años y dentro de unas 36 horas subiré a mi madre al cementerio para ver su sepultura. Cuando esté allí, reconoceré que es extraño pensar que, tras esa placa de mármol negra, en un espacio de menos de un metro de ancho por un metro de alto (exactamente, 0’80 de anchura, 0’65 de altura, y 2'50 de longitud), en el interior de una caja de madera cromada, está él. Hace ya calor: mi madre y yo estamos de pie, sobre un suelo terroso, amarillo como el serrín, en un patio cuadrado totalmente flanqueado de nichos. Hay que pensar también en esto (y también es extraño pensar esto): hace calor porque ya casi es verano y cuando hace frío porque es febrero, o cuando llueve como si te doliera el pecho, o cuando ventea y aúlla el universo, mi padre sigue ahí dentro, aunque no es mi padre lo que está ahí dentro, es un montón de carne seca y de huesos que no puede pensar en eso, no siente nada, no existe. Es un objeto más del cementerio. Por lo tanto, para mí, se ha convertido en una abstracción, y lo que hay ahí mismo, frente a mi cuerpo que siente el calor incipiente, no significa nada, porque él ya ha desaparecido; no está. El cadáver no es mi padre, porque él es esa abstracción que yo digo: una remembranza de excursiones en un Seat Fura, del sótano en donde trabaja, de juguetes que me compra, una mano rechoncha, desbastada por la acción de la lejía con que se quita la tinta de la imprenta, una voz que te intenta aconsejar con prudencia, tal vez porque es consciente de ser mi padre y de que está actuando como un padre, seguramente viéndose a sí mismo dando consejos como si realmente fuese un niño que se sorprende de su situación. Todo lo que me rodea se convierte en este material abstracto, intangible, doloroso; podría contar cientos de momentos con él, pero esa no es la intención de este texto. Paseo por Granada en mayo y le hago, conforme atardece, algunas fotos con el móvil al parque Federico García Lorca. Dos días después, cuando mi madre haya limpiado la placa, haré tres fotos más allá arriba. Las enviaré a grupos de compañeros de trabajo o a algunos amigos de aquí con la leyenda (pedante ex profeso) “Imágenes desde la necrópolis”. Alguna que otra instantánea resulta de mi agrado, no lo niego: son retratos de esculturas portentosas, cruces custodiadas por criaturas andróginas embozadas en túnicas, tumbas con ninfas semidesnudas en gesto inefable, ángeles impúberes que dan testimonio como si con ellos no fuera la cosa. Les repito esto último: envío las fotos y luego las miro una y otra vez, intentando ponerme en el lugar de quien las ha recibido, imaginando qué pensará, si podrá comprender que comparto abstractos y que esas imágenes son parte de un proceso, pero no el todo, nunca el todo. Dentro de su significante no está Granada, no está el Parque de García Lorca, no está el cementerio que yo llamo, con afectación engolada, la necrópolis de Granada; no hay calles ni árboles ni fuentes, ni estatuas. Esas cosas están allí, en su sitio, ocupando un espacio físico, interrumpiendo con su volumen la paz de la materia, inmunes a cualquier tipo de sentido o de percepción, sin saber que existen para mí. Mi padre forma parte ahora de esas cosas, es materia sin animación; existe en términos de volumen, aunque se deshace, se hace polvo, se vuelve inasible y terminará, no sé cuándo, disperso entre el grutesco de la materia. Él existe para mí, y ninguna otra persona que no sea yo mismo en cada momento exacto de mi existencia podrá participar de este acontecimiento.

Les mando fotos, entonces, a otras abstracciones: en distintas y variadas ocasiones se encuentran frente a mí, conversan, infieren, ostentan; compañeros de trabajo con quienes me relaciono en horas laborales desde hace muchos años, amigos a los que no veo en meses, o conocidos a las que veo de vez en cuando; cada uno de ellos no es realmente uno solo de ellos mismos porque para mí confluyen en una quimera que yo hago de sus prejuicios, voluntades, disensiones… Les asigno una porción de simpatía, afinidad, desprecio, broma, deseo… pero no puedo amarlos como yo querría amar por la sencilla razón de que están cerrados, son volúmenes cerrados que no parecen demostrar lo que para mí resulta más importante que nada en este mundo: la aceptación de que existo fuera de ellos mismos, de que no estoy limitado a sus apriorismos ni a sus prejuicios, sino que hay una persona muy distinta de la que ellos han reconstruido, un ser -en estos momentos solamente- vivo, descuadernado, encerrado dentro de mí, dentro de este cuerpo, esta forma orgánica que ha adquirido pensamiento durante un brevísimo período para percibir un mundo del que saca fotos que pretenden decir algo sin que sea posible decirlo, imágenes asociadas a tardes de la universidad, a las conversaciones llenas de humor negro y de sarcasmo que –en aquel parque– hacía con Julio en la hora de la calima, asociaciones a Poeta en Nueva York y tantas otras lecturas de Lorca que me proporcionaron consuelo en tardes nubladas, proyectos en las soledades de una habitación, insatisfacciones por un paisaje de montaña que siempre se mantiene lejos, como una muralla infinita, también afinidades por lo estatuario, porque es real y esas estatuas nunca sonríen, la belleza absoluta de su macabro recordatorio, la armónica composición de cipreses, robles y pinos, el hecho –en fin– de que no deja de ser materia que retrotrae a otro yo más joven, enfadado, con el pelo enmarañado y largo, vestido de negro, un adolescente que pasea con quienes juzgaba verdaderos hermanos entre esos cipreses, consciente desde luego de lo hermoso que es el vacío. Son más de cuarenta años de paseo por Granada. Quizás sea el hecho de su gente (siempre en guardia, como las efigies del cementerio) lo que me permite pensar más de la cuenta cuando camino, o de sus calles atiborradas de historia, o de la melancolía que provocan los seres muertos que dejan huella, el saber que estos seres estuvieron vivos como él y que hicieron tantas cosas, construyeron jardines, estatuas y fuentes, plantaron cipreses para llorar hacia la eternidad, crearon necrópolis o derribaron necrópolis o hicieron ambas cosas… Amaron sin comprender muy bien lo que eso significaba, creyeron en la vida tras la muerte, juzgaron a quienes disentían de su diseño, se olvidaron de sus penurias con la música de su tiempo o admiraron a poetas de su época, ¿cuántas vidas son ahora solo objetos sin sustancia, ideas apenas consonantes con lo verdadero, esbozos que se desvanecen entre cuadros oscuros y edificios majestuosos? Nos desvanecemos nosotros también en ese ocaso de siglos, nos hacemos para los demás solo objetos, formas, continentes herméticos, ¿quién eres para la persona que te ama? ¿A qué abstracción de tu ser dedica sus horas secretas, qué parte o qué perfume de ti quedará en su memoria cuando mueras? Son muchas formas de morir las que desempeñamos día tras día, porque los demás no nos miran como Garcilaso quería mirar, a través de la ventana de la mirada, atravesando las medulas con ojos de alma enamorada; pero es el siglo XXI, cuanto hermoso y verdadero se formuló acerca de este misterio, que aún nos hace temblar en la vigilia del sueño, se ha ido reduciendo –o quizás habrá quien diga que “redireccionando”– a una jerga de imágenes virtuales; formamos ya un sistema que busca transcender al individuo, y los que somos como yo, la Generación Desubicada, el loco en su torre que cae, estamos frente a la tumba de un padre, sintiendo un dolor espantoso, escuchando a una madre que también muestra los signos, sabiendo que esto es la náusea. Y no obstante, hete aquí el estar, que no el ser, hete aquí estar otra vez escribiendo, o estar allí sufriendo, y estar en tantas décadas, sobre tantos espacios, en Granada muriendo, muriendo por que me vean, que me sepan, que me sean. Pienso que seré una abstracción más pronto que tarde, digamos que en el breve coqueteo de unos neutrones, y, en realidad, ya lo soy: todos vosotros lo sois, ahora toca otro extraño pensamiento: estamos sin serlo, porque no somos seres, sino estares vivos; todo lo ajeno a esto no es estar, pero sí ser. Ser no es transferible, la clase de amor que yo busco no pertenece al estar, al estar enamorado, sino al ser, al ser enamorado. Ergo solo en la muerte se culmina. ¿Quién sino yo mismo es conmigo dentro? Mi padre fue lo más parecido que hubo a mí mismo, mi ser sin mí. Mi madre se entristece ante una lápida negra, y la limpia con mimo. Pero ella no soy yo. Soy su carne y sin embargo no somos. ¿Cuánto de mí ha muerto con mi padre? Creo que desaparecí hace ya tiempo; y creo que el tiempo de los estares se deshace entre mis dedos. Soy un fantasma que mira a los compañeros de trabajo con extrañeza, como a través de una pantalla, como si fueran personajes de una historia que emplea un lenguaje que ningún ser humano podrá jamás manejar. Insisto: la historia maneja ese lenguaje, nosotros, no. A modo de corolario: un último pensamiento extraño: pensar en Granada no es estar en Granada, sino el desenlace de un proceso: el paseo por la ciudad o por su cementerio me permite estar en Granada, el recuerdo de este paseo, la memoria de su pensamiento –y el desencadenamiento que se desprende de este–, ya en mi casa de Almansa, me permiten ser en Granada; esto es algo que nadie más que yo hará en la historia invisible de este universo, porque solo yo he paseado, solo yo he pensado esto. Del mismo modo, siguiendo un similar proceso, me pregunto por nuestra misma existencia, o por nuestra misma condición. Me pregunto si podremos hacerlo mejor, si sabremos algún día ver el interior de otros seres; me pregunto desde el pesimismo que te va regalando el paso de los años –o conocer a la gente, o vivir tantos desengaños–, si lograremos trascender en el ser ajeno. Me pregunto si algo de esto que escribo sirve para verme. O acaso siga invisible, o acaso ser enamorado se convierta en la única victoria de mi padre.

jueves, 14 de junio de 2012

Tránsito (dos)


Transitar no es situarse, no significa viajar a ninguna parte, es solo pasar por un lugar, una década, una memoria desleída que en el momento efímero fue un pulso, lo justo y necesario para sentirse uno vivo. Así que regreso (yo regreso –como otros cuantos españoles afortunados– al trabajo tras unas volátiles vacaciones), regresamos todos de este tránsito, a otro lugar, se presupone el nuestro, lo que nos corresponde por acción y erosión de una convivencia y de una convención.

Muchos son los que no comprenden algo tan simple: se viaja con la esperanza de olvidar una existencia incómoda en su mullido trono, con la ilusoria percepción de que ahí está el verdadero vivir, en estos pequeños detalles, estos retazos ausentes de casa, de familia y de trabajo. No queremos aceptar el concepto de plazo sin aplazamiento, o mismamente lo aceptamos sin reparos porque estamos de acuerdo (hemos convenido) no pensar en su caducidad, en el hecho inapelable de que volveremos a nuestro puesto como obedientes soldados y todo este tránsito será solo un sueño.

De lo que muchos sí que nos percatamos es que, detrás de esta apariencia (más allá del espéculo), esta vida a la que regresamos, este locus que nos ha sido asignado o que nosotros hemos conseguido, obtenido o alcanzado, pese a su locación, es un tránsito más. Firmamos los contratos alegremente, con la idea subyacente de que no durará para siempre; es un logro social, muy propio de nuestro tiempo, el concepto de transitoriedad, la sensación ininteligible de que nada es para siempre.

Sinceramente, creo que es un arma muy poderosa esta transitoriedad de las cosas que nos convierten en lo que somos (o, más bien, en “lo que estamos”). Porque así nunca logramos ser. Estamos continuamente en proceso de cambio, sin lugar propio. Detestamos los hogares perpetuos, las casas familiares (el domus, el dominio patriarcal, todo lo que nos suene a padre y a compromiso), por el simple motivo de que no nos gusta ser como somos. Ha sido, indudablemente, un proceso minucioso y no exento de naturalidad: el sistema capitalista se sufraga mediante este modelo, pero no es el sistema el artífice de tanta dislocación, sino la esencia del ser humano, su naturaleza pródiga, una configuración fundamentada en el nomadismo, de ahí la insatisfacción inmediata ante cualquier signatura. No se puede estar contento con la promesa de la eternidad porque eso significa borrar el carácter transitorio de las cosas, de los seres y del mundo.

El capitalismo responde a un modelo caótico que licencia y persiste en la caducidad de los productos. El producto nos define, y el ciudadano no queda nunca satisfecho, no es saciado, jamás. Se llama retroalimentación (“autofagia” sería, tal vez, más específico). El ser no es por lo que es, prácticamente ni es por lo que hace, sino por lo que tiene. El ser social (porque si no, no se es ser) tiene una guarida, una apariencia (peinado, vestimenta, aficiones), una familia. Nada es perenne, todo es transitorio, por ende, superfluo. El problema que uno ve en todo esto, si entendemos el término ‘problema’ como una cuestión a resolver de índole similar a la ecuación matemática, es el siguiente: ¿quiénes somos?, o, más bien, ¿queremos ser o queremos estar?


miércoles, 11 de abril de 2012

Tránsito


Tránsito. Transido. Quiere decir trasunto, fuego empedernido en su sitio, trei, raíz indo-europea que alude al tres, por ser tres el cruce doloroso, la crux del treipak, el tripalium romano en donde se tortura a los reos, tres postes urdidos para aferrarnos a la vida dolorosa; no en vano de este vocablo proviene el denostado término 'trabajo'.


Pues estoy a estas horas en pleno tránsito, en vuelo a Canarias, transido de malas intenciones, con un libro de cabecera que pienso releer en cuanto se acabe: La hoguera del capital, de Vicente Verdú. ¿Que por qué no leo lo suficiente? ¿Por qué no me acabo las novelas? Será porque cada década tiene su código o su trámite con la realidad. A los veinte me empapaba de poesía, a los treinta (circa) de novela, llegando a los cuarenta, parece que me está dando por el género ensayístico. Lo veo lógico; vivimos tiempos confusos, y uno busca denominaciones, sintagmas que colijan sus semas, darle, en fin, un poco de sentido a este sin Dios y a este sin Marx que nos asola y nos ciega.


Transido entonces planeo por España. Su vientre estragado y su tierra quemada. Como no podía ser de otra forma, el embarque y la salida se han retrasado tres horas y media, tiempo más que suficiente para darme una vuelta por el parque temático del duty free y para hacer parada cardiorespiratoria en Relay, revistas de interior y Los juegos del hambre, premios Planeta, Alfaguara y lo que haga falta, Cinemanía y Fotogramas versión de bolsillo ridícula. Pero me he encariñado de este Vicente Verdú, de sus referencias al amor reciclado en un mundo trashumano, una hoguera hipertrofiada de un capitalismo sin rival, que es lo mismo que decir de un capitalismo derrotado por ser fiel a sí mismo.


Las cosas que dice Verdú en este ensayo son las cosas que yo digo; pero bien dichas. Te ofrece una panoplia de síntomas irrecusables, y tú asientes. Me ha encantado que hable del cómic The Walking Dead, de su serie homónima, de True Blood, de American Horror Story (no por la calidad narrativa de ambas, sino por ser abanderadas de su tiempo), de Noam Chomsky, de millones de referencias compartidas, del hecho de intentar sobrevivir en un mundo de zombis, de chupasangres, de fantasmas… sencilla analogía en tiempos de grandes crisis. ¿Queremos ver series acerca de asistencia sanitaria o de policías que resuelven crímenes con los tiempos que corren? Ciertamente, los gustos están cambiando, y no es pura coincidencia. Lo dicho, vagamos en tránsito, pero no sabemos a dónde. Y el señor Verdú tampoco lo sabe, por mucho que se empeñe en convencernos (capítulos finales, su talón de Aquiles) de que nosotros mismos arreglaremos el sistema, transitaremos a lugares mejores. No sé yo. Él insiste en que los malos no existen, solo el sistema y su hipertrofia. Yo no puedo estar de acuerdo. Hay mucho vampiro por ahí que no piensa permitir que el mundo sea un lugar mejor donde pasar las vacaciones.


Qué más podemos decir. MJ me ha regalado la Utopía de Tomás Moro. Puestos a elucubrar mundos mejores, es preferible acudir a los clásicos; son más creíbles. Dentro de unos días comenzaré a leérmelo. Por ahora, Semana Santa entrante, y siempre y cuando la suerte me acompañe, yo viajo  en un monstruoso Air Bus a las Islas Canarias acompañado de mi amada hermana, de la verborrea martilleante de su marido y de una cabezona borrasca que echará –una vez más– mis planes por tierra.

domingo, 8 de enero de 2012

Frío

Hacía frío. Yo llevaba guantes. Los guantes eran de lana. Guantes blancos con rayas quebradas negras, azules y rojas. Hacía frío. Un frío que espantaba la conversación y emanaba nubes de vaho de las bocas apretadas. Sí, nubes como yeguas asustadas que despertaran de un sueño reconfortante. Hacía frío, un frío ínsito a Granada, pero la calle no dejaba de tener gente que iba de compras y que salía de las cafeterías abarrotadas. Fiel a mi desprecio por la etiqueta, vestía mal para la ocasión, pero eso a ella no parecía importarle, o incluso pudiera resultarle un aliciente, eso de dar paseos con aquel piltrafa, el pequeño anacoreta, quién sabe lo que debió de pensar. Desde luego, no será un hombre el que lo adivine.

Paseamos por Gran Capitán y por el Hospital Real. Me regaló un libro. No un libro caro, sino una edición ligera, una promoción de Alianza que buscaba sacar al mercado fondos de catálogo a 100 pesetas; leer no podía ser más barato. Me preguntaba cosas acerca de mi existencia undívaga, cuestiones de incuestionable banalidad, me hacía sentir el centro de atención y yo me dejaba llevar. Nunca me planteé la posibilidad de que me dejara hablar tanto por el simple hecho de que quería olvidarse de sus propias miserias. El caso es que yo hablaba cuanto podía, tampoco prodigaba la tertulia, que el frío picaba en la garganta y quemaba los labios resecos.

Ese libro del que he hablado. Ese libro se llamaba El perseguidor. De Julio Cortázar, cómo no. Aunque no le dije nada (faltaría más), le desprecié el obsequio porque era un librito barato y porque yo no me lo había leído. Por lo tanto, desconocía el valor de la obra igual que desconocía tantas otras cosas.

Me gustaba sentir ese frío lacerante, me hacía sentir la soledad del ser humano, me gustaba imaginar el solitario monólogo de los viejos que pasaban a nuestro alrededor con mirada encanillada, imaginaba también los soliloquios de los amantes que llevaban del brazo a su amada, ese extraño devanar de la incredulidad, el hecho mismo de llevar guantes y de no tocarla, no tener que sentir su tacto, poder darle la mano sin compromiso alguno.

Meses más tarde quedamos para tomar un café. Quedamos en muchas otras ocasiones antes de aquel café, sí, pero eso no viene al caso. No viene al caso porque con frecuencia me la encontraba en algún sitio, a cualquier hora del día o de la noche. Y también me llamaba mucho por teléfono y charlábamos. Cuando nos veíamos, solía quedarse conmigo y me preguntaba cosas. Cuando no estaba borracha, que era harina de otro costal. Pero,  como ya he señalado, hablar ahora de aquello no viene a cuento. 

Volvamos al café. Quedamos y la conversación derivó hacia los libros que me había leído últimamente. Le conté mi súbita admiración por Cortázar, su dislocada soltura, la tura de su fuego. Cortázar es un escritor de universitarios bohemios. Tal es su pasión misma por la literatura. Me había venido como anillo al dedo en aquel tiempo de mullido descarrilamiento que era la juventud.

Me había agenciado entonces uno de los tomos de sus Obras Completas. No el de las novelas, sino el de los cuentos. Le revelé cuál era mi cuento favorito. Una historia inspirada en Charlie Parker, no me acordaba del título. Ella me lo recordó inmediatamente, y me recordó también, intentando no darle importancia, que ese era el mismo cuento que me había regalado meses atrás. El perseguidor. Tenía una dedicatoria en el interior. Luego lo he releído con devoción. La dedicatoria, también.

¿Qué más contar? Me sentí obligado a pagarle el café y lo que hiciera falta. Solo pagué el café porque tenía que marcharse pronto. Meses más tarde me invitó a su fiesta de despedida. Se iba al extranjero. Me dijo que no dejara de escribirle a su correo electrónico. Se emborrachó. En eso no me meto. Hacía frío nuevamente. No tanto como en aquellos paseos que hicimos casi un año antes, pero el suficiente. Yo vestía mal para la ocasión y no llevaba guantes, ni bufanda, ni chaqueta. Eran noches de septiembre que refrescan y que a veces te pillan de sorpresa helándote los brazos, el cuello, los tobillos. Me acompañó a mi casa y yo pensaba en su soledad y en la mía.

Joaquin López Cruces. "La Granada de Papel" nº 0 (1984)



domingo, 25 de diciembre de 2011

Las moscas

Hace más o menos un mes que mi amigo, mi hermano, J. ha tenido a su primer descendiente, una niña que imagino preciosa y que significará para él y para su madre el mayor acontecimiento de sus vidas.
Fui a Granada para ver a la recién nacida y a sus progenitores, pero, como es de lo más común en los casos relacionados con J., no logré contactar con ellos.
Bien, esta entrada, que no sé si me atreveré a publicar por cuanto tiene de chisme, no va de buenas nuevas, aunque sea ya Navidad y parezca que uno deba ponerse tonto y reblandecer su duro corazón. Esta entrada tira por otros derroteros más deshonestos, diría yo que protervos, si nos cuestionamos el verdadero motivo de redactarla.
El caso es que pasé el fin de semana “granaíno” en casa de mis padres, con obstinados dolores en los costados, el vientre hinchado, los intestinos sublevados y extrañamente hambrientos, una cosa feroz y llena de vacío.
Ya en otras tierras, el lunes, tras una reunión de trabajo inicua y absurda, fui a la consulta médica de mi mutualidad y me atendió un señor calvo y cenceño no ausente de cierta condescendencia amistosa, lo cual no representó para mí motivo alguno de alerta, acostumbrado como estoy a esa clase de trato cordial pero esquivo. El señor calvo me preguntó por mis dolencias, yo le conté lo que me pasaba, o, más bien, lo que sentía, porque saber lo que me pasaba se suponía responsabilidad del galeno. El hombre se empeñó en regalarme una infección y explicar así por qué llevo una semana con dolores en los riñones, en las costillas, en el esternón… Me preguntaba si había tenido náuseas, si sentía molestias al orinar, si tenía diarrea, y, claro, el problema, el quid de la cuestión, la causa de mi desazón era que no, que no había experimentado ganas algunas de vomitar, ni me iba patas abajo por el retrete, y, gracias a Dios, no me dolía al orinar… Imperturbable, el señor calvo me indica que me quite la camisa y que me tumbe. Me ausculta con las manos desnudas y un estetoscopio, me levanta, me pide que flexione lateralmente, insiste en regalarme la infección y me escribe una receta con unas pastillas que sirven para combatir los gases.
No me llamó la atención nada de lo que les acabo de contar, aunque sí el hecho de insistir en el tema de las náuseas, la diarrea, etc. Era como si quisiera que hubiera padecido alguno de estos síntomas y yo no quisiera darle el gusto de confesárselo, pero la verdad sigue siendo que no, que esto que tengo yo lo veo raro y punto. Solo espero que, a fuerza de ir al consultorio, me hagan alguna prueba y pueda quedarme más tranquilo.
Se me viene ahora a la cabeza la imagen de un corro de chicos de apenas dieciocho años, abrazados y rumorosos, emborrachados en la oscuridad de una alcoba, desplegando los adminículos del amor fraternal (he dicho fraternal, ¿eh?), balbucientes y vigorosos mientras miran a una luna que, desde la ventana de la pieza, se empeña en bañar de luz la pared y la magnífica terraza que aquella casa-cobertizo tenía casi a su entera disposición. La imagen le sonará a alguno de los que me lee. Sonaba A Forest (Acércate y mira / mira entre los árboles / solo sigue a la chica / mientras puedas), huelga mencionar nada más acerca de esto.

The Cure en 1979
El caso es que la imagen persiste en la memoria. Me duelen las costillas como si una caballería fantasmal me estuviera pasando por encima pero no puedo dejar de pensar en la pregunta del médico, los síntomas de una dolencia, y no puedo dejar de ver a aquellos tiernos malogrados, salvajes fingidos que se prometían fidelidades y común testimonio de un camino otrora aún por recorrer, cuan largo pareciera, casi inabarcable con la imaginación, un camino que se nos abría por el ojo de una aguja.
Allí se forjaron los hermanos que nunca tuve. Entre ellos estaba A., que casó y vive en Madrid y que, de vez en cuando, una vez al año, me enseña fotos de su gata. Estaba P., otro hermano que emigró a la capital, se casó, en este caso, se divorció; con este y con M. mantengo un mayor contacto. Estaba F.H., a quien no veo desde hace ya un año, vive en Canarias, casado y con una hija, no suele llamar por teléfono. Estaba –tal vez, no lo recuerdo bien– F., casado y con un número de hijos desconocido para mí; A., de quien apenas sé nada; R., un caso parecido al de F. pero con más zancadillas y piedras en el camino… Estaba, cómo no, J., que ahora tiene una niña recién nacida y que no puede contestarme al teléfono.
Los años –eso lo sabemos todos los que leemos a nuestros antecesores– pasan rápidamente. Un día tras otro es un proceso invisible y silencioso de desmoronamiento. Me gusta ilustrar esta idea con el caso de la mosca. Para la mosca, un día es toda una vida. ¿Cómo pasan, entonces, para ella las horas? Donde nosotros vemos horas, ellas ven años. Matar una mosca no es tan complicado: solo tienes que aproximar el periódico muy lentamente, casi de forma imperceptible, como si no se estuviera moviendo. Para la mosca, el periódico siempre está en el mismo sitio, porque han pasado meses, quizás años, desde que inició el lento descenso que culminará con su muerte.
A veces expongo a quien quiere oírme la agonía del insecto en sus últimos momentos. Un mes o más de terrible desazón, a sabiendas de que el periódico ocupa todo su campo de visión y de que no hay escape posible, la mosca está acabada, en pocos días (o semanas, incluso) será un abdomen reventado en el cristal de una cocina…
¿Que si tengo náuseas, doctor? Bueno, este dolor macerado que se empeña en agarrarse a mis riñones y a mi columna vertebral no parece llegar a tanto, pero si lo pienso bien, sí, le voy a dar el gustazo de darle la razón. Sí, doctor, tengo náuseas, náuseas cuando miro atrás y admito mi parálisis, mi incapacidad para avanzar, mi necesidad infantil… náuseas cuando me despierto con sueños en los que vuelven mis amigos a tener veinte años, no es cuestión de vivir aquellos años, están aquí y ahora, pero son más jóvenes, son más jóvenes porque esos son mis hermanos. Náuseas cuando admito y entiendo que es ley de vida, y no solo eso, sino que es lo mejor para ellos, no puede ocurrirles en este mundo nada más puro, inocente y definitorio que tener hijos y formar una familia, y criar a los niños, y hacerse viejos. Náuseas cuando te llaman y te dicen que mañana no, que no podemos vernos porque quiero, necesito, pasar tiempo con mi mujer. Y repito, lo admito y lo entiendo, ¿qué otra cosa podría hacer? 
No puedo hacer otra cosa que aceptar lo evidente, recordar cuanta palabra, frase o proverbio se han vertido a lo largo de los siglos en torno al paso del tiempo, a su fatal imperio, comprar en el supermercado, cocinar, lavarme, acudir al trabajo, bromear con los compañeros, ocultar cuanta miseria y desprecio siente el soldado por el armisticio acordado, tanto tiempo malgastado en la trinchera, tanto tiempo que ya no es siquiera tiempo de guerra. Tanto tiempo que apenas es ya tiempo. Y no es que no me lo dijeran, no es que uno ya no lo supiera; hay testimonios infinitos de que esto ocurre siempre así; está el asunto del periódico que sigue cayendo, y que uno por más que mira no lo ve, ¿verdad? Está cayendo a velocidad de vértigo, pero no nos damos cuenta de nada. Me llama la atención de la mosca una cosa: la puñetera no se mueve, ni un músculo. Permanece tensa, con la trompa engurruñida, consciente de que algo no marcha bien, pero no se mueve, no se le ocurre tomar ninguna decisión, el miedo la entumece o tal vez comprenda que vaya a donde vaya, intente ir a donde intente ir, el maldito periódico acabará aplastándola en esa ventana desde la que se contempla el paisaje del mundo.  
  

domingo, 23 de octubre de 2011

Naranja amarga

Los pasos dados son las miradas, las distancias, los ecos espantados en las lejanas estancias, el cielo de esta Granada que subsume la desesperación, la confusión de los días que nos acorralan. Los pasos dados son una carretera de noche, la carretera de Lost Highway, la sintonía de Heirate mich de Rammstein (heirate mich / con mis manos cavo hondo / para encontrar lo que tanto echo de menos / y como la luna en un hermoso vestido / tu boca fría  he besado / heirate mich), pasos que doy para intentar olvidar, volver atrás y conducir nada más, quién lo iba a decir, qué hermoso manejar con nocturnidad y alevosía, y qué gravedad adquiere la tierra, el piso, esta bóveda morada y negra que amasa, con su cuenca de vacío imposible, un trayecto que se inyecta aceleradamente, un impasse de muerte y resurrección, salvaje conducción a quien no le importas tú, solo seguir esta maldita línea blanca, ¿dónde te has metido, canalla? Seguirte, línea juguetona, para no morir a las dos de la madrugada en un punto incierto de Puerto Lumbreras, seguir entonces a esta línea canalla y mirar deslumbrado los faros que te atraviesan el alma, los camiones dibujados de fosforescente naranja, preguntarse qué es no seguir, qué es de pronto morir, qué vale la pena. Y luego estás aquí. Ves a los padres y los amas calladamente, sin saber expresar cuánta violencia te provoca su vejez, con cuánta negrura el camino (la carretera que sigues conduciendo) te hunde por dentro en un pasadizo afilado de compacto limo, bienvenido a la vida, bienvencido por la vida, adoro esta línea, por eso la tentación de desobedecerla cada día es más poderosa.
Ahora son los pasos por la ciudad un sábado que atardece. Es una palabra necia ‘atardece’… o tal vez demasiado polisémica… ¿’atardece’ porque “se hace tarde” o porque “se va la tarde”? No importa realmente. Se hizo tarde hace ya mucho tiempo y se fue la tarde conforme caminaba, son esos pasos (en las distancias, en las lejanas estancias, en el cielo de Granada, que es un cielo distinto, un cielo que asesina niños, un doloroso rumor de belleza inefable, tal y como la verdadera belleza ha de ser siempre) los que me han dejado en éxtasis la mirada, la memoria fija en ciertas obsolescencias que se empeñan en la repetición extrañada, el Corte Inglés de Puerta Real, quiero comprar mermelada de naranja dulce, me acuerdo de los camiones de noche al escribir esto; los horribles plásticos blancos y malva que adornan el comercio, la luminaria insoportable y la miasma de perfumes y cosméticos, toda la mezcolanza se colma en mis sienes, bajo la línea roja de mis párpados, M. me dirá horas más tarde que me ve muy bien y no puedo entenderlo, una vieja rumana pide limosna a la entrada del Corte que es verdaderamente un corte inmisericorde, una despiadada malatería que se exhibe en escaparates al lado de un bellísimo paseo bajo los árboles, volvamos a la anciana gitana: sostiene un vaso de plástico de colores y lo mueve en círculos cortos, sin atreverse a decir nada, o simplemente cansada.
He dado los pasos por dar, vuelvo ahora a casa con una bolsa de polietileno que contiene un tarro de La Vieja Fábrica con mermelada de naranja dulce y una tableta de Orange Chocolate Heidel. La bolsa que le he comprado a la cajera no pesa en absoluto, pero no deja de producirme cierta vergüenza. La chica tan amable me preguntó si llevaba encima una de esas que ahora se han puesto de moda, bolsas ecológicas, y quise entablar conversación con ella, ¿saben? Preguntarle si uno puede llevar una bolsa todo el tiempo, en todos los lugares del mundo, en cualquier momento en que se te ocurra acudir al templo, para no tener mala conciencia, supongo yo, pero decirle todo eso no era oportuno, y la gente esperaba a que pagase religiosamente. Como decía, doy pasos que hay que dar, ha llovido, las aceras tienen ahora un rubor de plata fuliginosa, los cielos son ahora negros otra vez. Llego a casa y acaricio la espalda de mi padre, que está sentado, cómo no, y mira la tele. Sería imposible explicarle cómo está la ciudad que él dejó pasar hace ya cuatro años, cuando se acabaron para él los pasos por dar, pero eres el vástago. Una sociedad de células se formó a partir de dos individuos (digo ‘individuos’ a la sazón del tecnicismo propio de la biología, nada que ver con otros significados) y de ahí salió el vástago que su padre ama tan poderosamente, odiosamente, con potestad para dejarte sin habla, protegiéndote desde su silla, mirándote en lugar de la tele con ojos de incomprensible admiración… En realidad, sería una estupidez contarle cómo está esta ciudad. Sí, hay obras en Camino de Ronda y también a pocos metros de casa; sí, los alcaldes, los políticos y los malos se empeñan en teñir de petróleo todo cuanto hay de bueno sobre la faz de la tierra, lo triste es cuando te dicen que el polietileno durará casi para siempre; he leído que las cosas hermosas no deberían morir, y si Platón tenía en algo razón, debería de ser en esto. Granada, su cielo, su piedra, no cambia, sigue imperecedera su camino que se mueve en círculos cortos, sin decir nada, tal vez cansada, es una idea y las ideas no deberían morir, ¿verdad?; es una pena que el plástico vaya a durar tanto, demasiado tal vez, y ya “atardece” para mí, mantengo la esperanza de que no sea así, pero claro, un hombre con esperanza es un hombre con miedo. Miedo a que no tenga esto sentido, a que los malos se salgan con la suya, a que no se dé cuenta nadie de quién soy dentro de esta carcasa. El miedo es el hermano de un hombre con esperanza. Cuantas más veces siga la línea en esta noche oscura, por esta carretera perdida, en el espacio sin cielo ni contornos, menos me quedará para perderla. Qué bien, voy contando los pasos como quien cuenta las horas. Vulnerant omnes, ultima necat.

Post data: la palabra clave no es, aquí y ahora, ‘pasos’, ni ‘atardecer’, ni ‘horas’. ¿Se han preguntado qué especie de árboles engalana la Carrera de la Virgen? Busquen, busquen. Por cierto, la naranja es símbolo de la fecundidad y está relacionada con la flor del azahar y la divinidad Afrodita; y la piel de naranja con la malatía, palabra que he mencionado a través de ‘malatería’, edificio destinado a los leprosos; curioso, en la traducción del tema de Rammstein, heirate mich, me encuentro con una estrofa que reza: “Te tomo cariñosamente del brazo / pero tu piel se rasga como papel / y partes de ti caen. Por segunda vez, te escapas de mí”. Son casualidades que nos brindan las composiciones léxicas, llamémoslas también, por qué no, sociedades de palabras, organismos vivos, vástagos, en definitivas cuentas, que uno no puede dejar de admirar con ojos bondadosos. Solo les pido un poco de esa bondad vicaria a la hora de leer los dislates del Ciudadano. ¡Salutem plurimam!

domingo, 31 de julio de 2011

En torno a Ian Curtis (2)


1. Epistemología de la supervivencia.

Así que llegamos a edades de incómoda templanza. Son épocas añadas en la rendición y la supervivencia, no consisten en nada, excepto en dejar pasar los días y las horas. Tú lo sabías y optaste por otra cosa. Nosotros, mientras tanto, desde aquí vemos las oportunidades como una bagatela ya gastada; entonces, por qué no malgastar otra mano de la baraja. Así que aquí estamos y ni siquiera lo solicitamos. Tampoco pedimos lo contrario, por si acaso…

Qué demontre, lo justo es reconocerte cierto mérito; te admiramos, oh amigo secreto, nuestro más oscuro comandante, nuestro más dulce guerrero. Querías irte solo, sin la algarabía que embotaba tus oídos; solo tambores lejanos propios de guerras perdidas y el caso es que tenías razón, llegamos a la cuarentena y el miedo es ya un firme acompañante. Se ha hecho tan habitual que ya ni nos percatamos de su presencia.

Vivir con miedo es ya una exigencia. Nos ha deformado la existencia y los rostros son ya el espejo del alma: rictus modelados a base de miradas resabiadas y muecas de cinismo en la comisura de los labios. Lo que una vez fue hermoso ya solo es un mamotreto, esto es, la caricatura desbastada de hombres que no lo consiguieron. Pero tú no quisiste verte así. Me pregunto cómo alguien tiene el valor de hacerlo, cuánto dolor y escarnio vaga en tales recuerdos. Claro, claro, hay otros métodos para no conseguirlo.



2. Metodología para no conseguirlo.

Pendes entonces de un taburete y las patas ya te bailotean. Volvemos a engañarnos si creemos que no estamos nosotros igual. Que quede bien claro, la inestabilidad, la fina línea que apenas pisamos con firmeza, es parte activa de una impasible inercia. Pienso en imágenes vagas y figuras de referencia, tú mismo de joven con la palabra ODIO escrita en la espalda de una gabardina vieja, una madre (tal vez la tuya) con gesto de incertidumbre; pasan los años y todos confesamos lo mismo: no lo logramos, ¿verdad?

¿Qué importa el modo? Pero importa tanto, tanto importa que escribimos sobre ello, hacemos tesis sobre el asunto y leemos o escuchamos músicas que nos traen a vueltas el método. Metodología para no conseguirlo. No nos engañemos, al menos en esto, la forma es tan importante como el contenido o más. Porque muchas veces el recipiente está vacío, así que elegimos fracasar en la apatía más acomodaticia, lo importante es fracasar; dicen que solo a través del fracaso se alcanza la victoria.

Los verdaderos sabios, moribundos inveterados, comprenden que eso es mentira. Miramos al horizonte con la certeza de que nunca alcanzaremos su orilla. Conozco a gente que se para a descansar un rato, y a algunos que deciden finar tales pasos con fuego, mirando al infinito que en nuestro caso no deja jamás de ser finito, límite de tierra o de mar. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. Siguiendo con el topoi, el río de Ian Curtis –tu río, amado general– contuvo en su corto cauce tamaño caudal (qué grosera metáfora, lo reconozco) que ninguno de nosotros, futuros compañeros, puede evitar un reconocimiento infatuado, tal vez exagerado, a tu figura.

¿Lo ves? Tú también has cruzado la línea, no supone la muerte exención para el cambio, lo mutable no merma su poder si quedamos testigos de tanta inestabilidad, has pasado de ese joven guerrero lleno de energía a esa figura de referencia para tantas generaciones, una nueva madre para espíritus desorientados, alma máter de jóvenes moribundos. Es el privilegio de los que aún quedamos, el de atestiguar la derrota. Por tanto, es solo forma de qué manera queremos perder, cómo reconocer una rendición, caminar hasta caer o detenerse en mitad de este desierto y volarse la cabeza, ahorcarse en la cocina o quemarse con gasolina. 

Me entusiasman los entusiastas de la existencia. Capacitados para la insistencia taciturna y contumaz. En definitiva, administradores de su propia desesperanza. Es cuestión de enamorarse (caer en el amor, dicen los ingleses como tú) y de pensar en los hijos. ¿Se supone que así nos salvamos? Admitiré como incuestionable un hecho. Mejor dormir acompañado. Pero al final es lo mismo, admitir o no una derrota de antemano, decir en un puñado de versos todos los secretos del universo. Y no saber nada. Y no deberle nada a nadie.

Cada día y cada atardecer con temor
 él la reclama a voz en grito,
vigilado cuidadosamente por un buen motivo,
denodado por su dedicación y su amor.
Obsesionado por la propia supervivencia,
a diferencia de otros que se cuidan de sí mismos.
Hablamos de una ceguera que roza la perfección
pero que duele como ninguna otra cosa parecida.

Aislamiento.

Madre, lo intenté, por favor, créeme,
lo hago lo mejor que puedo.
Me avergüenzo de las cosas por las que he pasado,
me avergüenzo de la persona que soy

Aislamiento.

Pero ojala pudieras contemplar la belleza
de las cosas que nunca seré capaz de describirte,
los placeres ocultos en las distracciones más inciertas,
mi única e insólita recompensa

Aislamiento..

-Ian Curtis, Isolation