martes, 19 de abril de 2011

En torno a Ian Curtis (1)


Me miras al rostro y preguntas: ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué esa cara? Y siempre la respuesta es la misma: No me ha pasado nada. ¿Qué habría de pasarme? Te sueles quedar con el gesto típico de los descreídos o de las descreídas, porque no hay quien se lo crea, y uno suelta las respuestas con alambicada auto-indulgencia, copa en mano, los labios mojados, una vidriosa baba de alcohol manchando el mentón desaliñado. Son noches que nos vemos los amigos, momentos lúcidos que se embadurnan de muelles reprobaciones y de discusiones carentes de sentido.
Me mira al rostro y yo tendría que decirle: Éste es el rostro de un guerrero sometido. Iugurtha o Vercingetorix, Álvaro de Luna, Juan Peiró, Erwin Rommel, Charles Manson o infinidad de nombres desconocidos, todos ellos reyes, cazadores, y malogrados asesinos, hombres que enloquecieron con la caza y con el próvido adversario, ciegos que sometieron minúsculos reinos de inoportuno nombre, sordos que inspiraron romances ya desmoronados, o mudos que soñaron con linajes inmortales, a fin de cuentas, hombres todos tumbados al raso en la más perfecta noche de luna llena. Entonces, pese a mostrarnos en tantas ocasiones –con el poso mudado que deja la historia– a mitos más que a personas, desconocidos o no, qué decir sino que también ellos fueron sólo hombres, y también en su interior aguardaban su turno el más recalcitrante de los escepticismos, la peor de las destemplanzas, los vagos presentimientos del infinito, colmados todos sus anhelos de la ausencia de la palabra. Me mira al rostro y no me reconoce. Porque, más que acordarse de esta imagen que tiene delante (este retrato de un hombre inconstante), prefiere pensar en aquella otra imagen fulgente y salvaje, el amigo que fue en otras horas más desbocadas, quizás más inconscientes, cuando las cosas no acababan de pasar, el amigo joven e inexperto que le arrancaba la sonrisa con sus impertinencias, sus actuaciones de feria, las ambiciones y las ínfulas.
No ve al guerrero sometido porque nunca vio al guerrero, nunca pudo presenciar la sombra siquiera del hombre luchando, sólo lo pudo ver esperando el momento de la batalla, bromeando sobre las fuliginosas hojas de las espadas, trazando planes de conquista futuros. ¿Acaso no es eso lo que hace un general? Mantener a la tropa con la moral alta mientras los crudos días del invierno y del hambre pasan. Pero por muy hábil que sea un mandamás, si no hay  batalla, sin saqueos ni medallas, tarde o temprano la tropa se disgrega. Los soldados cuelgan las armas y se casan, tienen hijos. Planifican vidas y esperanzas.
Qué cosa más triste un general sin batalla.

Le miraba a los ojos y nunca vio al guerrero. Él se desesperaba porque las cosas no son como deberían de ser. Y tener la palabra es aún peor, duele aún más si alzas la voz. Una madre nunca quiere un soldado, cualquier cosa menos un soldado; una madre sólo quiere que su hijo sea más feliz de lo que ella fue (siempre lo pensará en un pasado indefinido, como si fuese algo que  tuvo sin saberlo siquiera), que tenga hijos, una buena mujer, una bonita casa. ¿Qué clase de madre desearía para su hijo otra cosa?

            Madre, lo intenté, te lo ruego, créeme.
Lo hago lo mejor que puedo.
Me avergüenzo de las cosas por las que he pasado.
Me avergüenzo de la persona en que me he convertido.
                                                           –Ian Curtis, Aislamiento

Mea culpa

Mea culpa. Siguiendo las sabias instrucciones, tildémoslas de admoniciones, del señor Chuck, me compro una casa. Dos plantas para amueblar y para hacer cuentas el resto de una vida. Me dice la chica inmensa del BBVA que puedo pagarla a 35 años, lo cual se traduce en sarcasmo mal encauzado y una mueca de incredulidad. ¿Yo viviendo tal cantidad de años? El caso es que firmo y admito mi desfachatez. Doblo la testuz y, derrengado por la liviandad de las circunstancias, paso mes y pico visitando a los que me van a poner el gas, los que me darán la luz, quienes harán que pueda beber agua y quienes permitirán que mi estómago sea saciado. Gratias maximas, Prometeos encadenados, por tenerme dando tumbos de un sitio a otro durante más de un mes.

Una vez pertrechado y amueblado, el piso es un aguazal de estanques hibernizos. Estoy en el fondo de una piscina y solo veo paredes blancas, estanterías de colores, acuático de bolsillo y un televisor samsung de 40 pulgadas que me han colgado de la pared mediante un ingenio de palancas digno de las legiones que asediaron Masada. Lo veo incrustado en el tabique y me imagino a mi vecino con el cráneo taladrado mientras dormía. Por si acaso, me aconsejan que no lo mueva mucho. Todo mientras me acomodo en un sofá gigantesco de piel flor, por supuesto, tintado de negro.

Y llega la hora de ponerse Internet. Barajo unas cuantas posibilidades y me decanto por Telefónica (ahora dicen Movistar, ¿no?): me piden mi número de cuenta bancaria y me aseguran que en una semana está todo hecho. Espero obedientemente una llamada. Una semana después me despierta un señor muy amable con mono azul. Me hace bajar a los contadores, mira de arriba a abajo y llama por un teléfono móvil a la central. Me explica que no tenemos el cableado y que él no puede aún hacer nada. Me indica que, inmediatamente, vendrán los encargados de meter los cables y que, inmediatamente, él en persona volverá para poner el contador. Luego tendrá que aparecer -cómo no, inmediatamente- el tipo que me hará la instalación doméstica .

Todos ustedes suponen lo que pasó. Recibí dos facturas de la compañía en donde no se me cobraba nada, pero el caso es que eran facturas. No obstante, los señores del cableado no aparecían. Yo no tenía prisa, la verdad. Sigo sin tenerla, pero el primer damnificado por mi apatía post-parto inmobiliario ha sido este blog en el que yo había depositado cierta vaga ilusión. A los dos meses sin el cableado llamé al 1004 y pedí que se me diera de baja. Los que me conocen saben que detesto hablar por teléfono con desconocidos. Los que me conocen aún más profundamente saben que detesto hablar con desconocidos y punto. Fuera de un modo u otro, sigo sin Internet en mi casa. No tengo intención inmediata (esa palabra ya retumba en mis oídos) de ponerlo porque ese reniego es ahora mismo el único gesto de rebeldía imbécil que me queda. Así que el blog se está yendo a la mierda. Y la ilusión vaga y tonta como una chiquilla enamorada también se va a tomar por culo, que es lo que suele hacer cuando se encapricha de tíos duros, jambos cocainómanos hartos de comer coños que no dudarán en coger a esas tiernas adolescentes y provocarles algún desgarro anal. Eso es para mí ilusionarme con algo. Y de hecho, sufro de hemorroides.

Así que mea culpa, todo responsabilidad mía. Hacer un blog y prometer constancia a través del elogio a la inconstancia. Fantasear con cientos de entradas que encanillan mi vanidad intestina a lo largo de un conducto que solo lleva al retrete. Y, hablando de retretes, volvamos a la palabra axial: lo inmediato. Lo inmediato es tener coche, lo inmediato es tener casa y muebles, lo inmediato es salir por la noche, lo inmediato es… ya saben, he sido lo suficientemente grosero líneas atrás como para forzar más las cosas. La inmediatez de esta cultura me recuerda una cosa: cuando te quedas mirando el microondas mientras calientas un vaso de agua: son los cuatro minutos más largos del día.

Nos han enseñado a comportarnos ante las necesidades diarias con exigencia. Si tienes un apretón de vientre, vas inmediatamente al baño a descargarte. Si hay otra clase de apretones, siempre hay algo a mano. Si quieres un coche nuevo, no te preocupes, nosotros te hacemos la mejor oferta. Si quieres hablar con alguien, este móvil se llama ahora i-phone, y con él no solo podrás hablar, sino también acceder a la Red, etc. No conocemos el significado de la palabra sacrificio. El sacrificio se basa en la negación de lo inmediato, en dignificar tu existencia a través del dominio de las necesidades primarias, cuánto más de las secundarias. ¿Qué nos hace humanos sino este control de nosotros mismos y de nuestros instintos? Tengo a veces la impresión de que el mensaje que flota en el aire a día de hoy es el de no pienses, no actúes, no te sacrifiques. Alguien o algo (no pretendo ponerle cara a esta confabulación porque somos todos nosotros los que la nutrimos) nos prefiere animales. Somos como niños consentidos que han perdido (o aniquilado, si prefieren la retórica de Nietzsche) a sus padres y disponen de todo lo que quieren sin que nadie les ponga freno. Pero así no se crece ni se mejora, solo se deja pasar el tiempo como quien mira el microondas sin el vaso de agua que he mencionado antes. ¿Qué sentido tendría eso?

Mea culpa, entonces, si no he escrito antes, quizás lo quieran interpretar como un sacrificio que me ha permitido cerciorarme de una necesidad. Una necesidad que también ha de ser controlada para no revertir en una defecación más. Escribir es un acto anejo a la condición humana porque es el proceso más refinado de comunicación. No niego su carácter contingente, muy al contrario, por eso reclamo su control y proclamo su imperio. No ponerme Internet en mi nueva casa ha sido una bendición en el sentido de que me ha permitido recordar lo simples que son las cosas. También, que hay necesidades que no han de ser cubiertas de manera inmediata; entre ellas, la de la escritura. Exige disciplina y constancia si no quieres cagarla. Pero esa constancia no puede ser traducida en entradas de un blog insensatas o prolíficas. También a ustedes tengo que respetarlos. Por eso entono estas disculpas y ratifico lo dicho: no pienso olvidarme del blog como tampoco me he olvidado de escribir. Solo quería comprobar hasta qué punto lo necesito y hasta qué punto he de controlar tanta confusa ilusión que, desmañada por los instintos, solo me puede conducir al váter más hediondo.