domingo, 25 de diciembre de 2011

Las moscas

Hace más o menos un mes que mi amigo, mi hermano, J. ha tenido a su primer descendiente, una niña que imagino preciosa y que significará para él y para su madre el mayor acontecimiento de sus vidas.
Fui a Granada para ver a la recién nacida y a sus progenitores, pero, como es de lo más común en los casos relacionados con J., no logré contactar con ellos.
Bien, esta entrada, que no sé si me atreveré a publicar por cuanto tiene de chisme, no va de buenas nuevas, aunque sea ya Navidad y parezca que uno deba ponerse tonto y reblandecer su duro corazón. Esta entrada tira por otros derroteros más deshonestos, diría yo que protervos, si nos cuestionamos el verdadero motivo de redactarla.
El caso es que pasé el fin de semana “granaíno” en casa de mis padres, con obstinados dolores en los costados, el vientre hinchado, los intestinos sublevados y extrañamente hambrientos, una cosa feroz y llena de vacío.
Ya en otras tierras, el lunes, tras una reunión de trabajo inicua y absurda, fui a la consulta médica de mi mutualidad y me atendió un señor calvo y cenceño no ausente de cierta condescendencia amistosa, lo cual no representó para mí motivo alguno de alerta, acostumbrado como estoy a esa clase de trato cordial pero esquivo. El señor calvo me preguntó por mis dolencias, yo le conté lo que me pasaba, o, más bien, lo que sentía, porque saber lo que me pasaba se suponía responsabilidad del galeno. El hombre se empeñó en regalarme una infección y explicar así por qué llevo una semana con dolores en los riñones, en las costillas, en el esternón… Me preguntaba si había tenido náuseas, si sentía molestias al orinar, si tenía diarrea, y, claro, el problema, el quid de la cuestión, la causa de mi desazón era que no, que no había experimentado ganas algunas de vomitar, ni me iba patas abajo por el retrete, y, gracias a Dios, no me dolía al orinar… Imperturbable, el señor calvo me indica que me quite la camisa y que me tumbe. Me ausculta con las manos desnudas y un estetoscopio, me levanta, me pide que flexione lateralmente, insiste en regalarme la infección y me escribe una receta con unas pastillas que sirven para combatir los gases.
No me llamó la atención nada de lo que les acabo de contar, aunque sí el hecho de insistir en el tema de las náuseas, la diarrea, etc. Era como si quisiera que hubiera padecido alguno de estos síntomas y yo no quisiera darle el gusto de confesárselo, pero la verdad sigue siendo que no, que esto que tengo yo lo veo raro y punto. Solo espero que, a fuerza de ir al consultorio, me hagan alguna prueba y pueda quedarme más tranquilo.
Se me viene ahora a la cabeza la imagen de un corro de chicos de apenas dieciocho años, abrazados y rumorosos, emborrachados en la oscuridad de una alcoba, desplegando los adminículos del amor fraternal (he dicho fraternal, ¿eh?), balbucientes y vigorosos mientras miran a una luna que, desde la ventana de la pieza, se empeña en bañar de luz la pared y la magnífica terraza que aquella casa-cobertizo tenía casi a su entera disposición. La imagen le sonará a alguno de los que me lee. Sonaba A Forest (Acércate y mira / mira entre los árboles / solo sigue a la chica / mientras puedas), huelga mencionar nada más acerca de esto.

The Cure en 1979
El caso es que la imagen persiste en la memoria. Me duelen las costillas como si una caballería fantasmal me estuviera pasando por encima pero no puedo dejar de pensar en la pregunta del médico, los síntomas de una dolencia, y no puedo dejar de ver a aquellos tiernos malogrados, salvajes fingidos que se prometían fidelidades y común testimonio de un camino otrora aún por recorrer, cuan largo pareciera, casi inabarcable con la imaginación, un camino que se nos abría por el ojo de una aguja.
Allí se forjaron los hermanos que nunca tuve. Entre ellos estaba A., que casó y vive en Madrid y que, de vez en cuando, una vez al año, me enseña fotos de su gata. Estaba P., otro hermano que emigró a la capital, se casó, en este caso, se divorció; con este y con M. mantengo un mayor contacto. Estaba F.H., a quien no veo desde hace ya un año, vive en Canarias, casado y con una hija, no suele llamar por teléfono. Estaba –tal vez, no lo recuerdo bien– F., casado y con un número de hijos desconocido para mí; A., de quien apenas sé nada; R., un caso parecido al de F. pero con más zancadillas y piedras en el camino… Estaba, cómo no, J., que ahora tiene una niña recién nacida y que no puede contestarme al teléfono.
Los años –eso lo sabemos todos los que leemos a nuestros antecesores– pasan rápidamente. Un día tras otro es un proceso invisible y silencioso de desmoronamiento. Me gusta ilustrar esta idea con el caso de la mosca. Para la mosca, un día es toda una vida. ¿Cómo pasan, entonces, para ella las horas? Donde nosotros vemos horas, ellas ven años. Matar una mosca no es tan complicado: solo tienes que aproximar el periódico muy lentamente, casi de forma imperceptible, como si no se estuviera moviendo. Para la mosca, el periódico siempre está en el mismo sitio, porque han pasado meses, quizás años, desde que inició el lento descenso que culminará con su muerte.
A veces expongo a quien quiere oírme la agonía del insecto en sus últimos momentos. Un mes o más de terrible desazón, a sabiendas de que el periódico ocupa todo su campo de visión y de que no hay escape posible, la mosca está acabada, en pocos días (o semanas, incluso) será un abdomen reventado en el cristal de una cocina…
¿Que si tengo náuseas, doctor? Bueno, este dolor macerado que se empeña en agarrarse a mis riñones y a mi columna vertebral no parece llegar a tanto, pero si lo pienso bien, sí, le voy a dar el gustazo de darle la razón. Sí, doctor, tengo náuseas, náuseas cuando miro atrás y admito mi parálisis, mi incapacidad para avanzar, mi necesidad infantil… náuseas cuando me despierto con sueños en los que vuelven mis amigos a tener veinte años, no es cuestión de vivir aquellos años, están aquí y ahora, pero son más jóvenes, son más jóvenes porque esos son mis hermanos. Náuseas cuando admito y entiendo que es ley de vida, y no solo eso, sino que es lo mejor para ellos, no puede ocurrirles en este mundo nada más puro, inocente y definitorio que tener hijos y formar una familia, y criar a los niños, y hacerse viejos. Náuseas cuando te llaman y te dicen que mañana no, que no podemos vernos porque quiero, necesito, pasar tiempo con mi mujer. Y repito, lo admito y lo entiendo, ¿qué otra cosa podría hacer? 
No puedo hacer otra cosa que aceptar lo evidente, recordar cuanta palabra, frase o proverbio se han vertido a lo largo de los siglos en torno al paso del tiempo, a su fatal imperio, comprar en el supermercado, cocinar, lavarme, acudir al trabajo, bromear con los compañeros, ocultar cuanta miseria y desprecio siente el soldado por el armisticio acordado, tanto tiempo malgastado en la trinchera, tanto tiempo que ya no es siquiera tiempo de guerra. Tanto tiempo que apenas es ya tiempo. Y no es que no me lo dijeran, no es que uno ya no lo supiera; hay testimonios infinitos de que esto ocurre siempre así; está el asunto del periódico que sigue cayendo, y que uno por más que mira no lo ve, ¿verdad? Está cayendo a velocidad de vértigo, pero no nos damos cuenta de nada. Me llama la atención de la mosca una cosa: la puñetera no se mueve, ni un músculo. Permanece tensa, con la trompa engurruñida, consciente de que algo no marcha bien, pero no se mueve, no se le ocurre tomar ninguna decisión, el miedo la entumece o tal vez comprenda que vaya a donde vaya, intente ir a donde intente ir, el maldito periódico acabará aplastándola en esa ventana desde la que se contempla el paisaje del mundo.  
  

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