jueves, 14 de junio de 2012

Tránsito (dos)


Transitar no es situarse, no significa viajar a ninguna parte, es solo pasar por un lugar, una década, una memoria desleída que en el momento efímero fue un pulso, lo justo y necesario para sentirse uno vivo. Así que regreso (yo regreso –como otros cuantos españoles afortunados– al trabajo tras unas volátiles vacaciones), regresamos todos de este tránsito, a otro lugar, se presupone el nuestro, lo que nos corresponde por acción y erosión de una convivencia y de una convención.

Muchos son los que no comprenden algo tan simple: se viaja con la esperanza de olvidar una existencia incómoda en su mullido trono, con la ilusoria percepción de que ahí está el verdadero vivir, en estos pequeños detalles, estos retazos ausentes de casa, de familia y de trabajo. No queremos aceptar el concepto de plazo sin aplazamiento, o mismamente lo aceptamos sin reparos porque estamos de acuerdo (hemos convenido) no pensar en su caducidad, en el hecho inapelable de que volveremos a nuestro puesto como obedientes soldados y todo este tránsito será solo un sueño.

De lo que muchos sí que nos percatamos es que, detrás de esta apariencia (más allá del espéculo), esta vida a la que regresamos, este locus que nos ha sido asignado o que nosotros hemos conseguido, obtenido o alcanzado, pese a su locación, es un tránsito más. Firmamos los contratos alegremente, con la idea subyacente de que no durará para siempre; es un logro social, muy propio de nuestro tiempo, el concepto de transitoriedad, la sensación ininteligible de que nada es para siempre.

Sinceramente, creo que es un arma muy poderosa esta transitoriedad de las cosas que nos convierten en lo que somos (o, más bien, en “lo que estamos”). Porque así nunca logramos ser. Estamos continuamente en proceso de cambio, sin lugar propio. Detestamos los hogares perpetuos, las casas familiares (el domus, el dominio patriarcal, todo lo que nos suene a padre y a compromiso), por el simple motivo de que no nos gusta ser como somos. Ha sido, indudablemente, un proceso minucioso y no exento de naturalidad: el sistema capitalista se sufraga mediante este modelo, pero no es el sistema el artífice de tanta dislocación, sino la esencia del ser humano, su naturaleza pródiga, una configuración fundamentada en el nomadismo, de ahí la insatisfacción inmediata ante cualquier signatura. No se puede estar contento con la promesa de la eternidad porque eso significa borrar el carácter transitorio de las cosas, de los seres y del mundo.

El capitalismo responde a un modelo caótico que licencia y persiste en la caducidad de los productos. El producto nos define, y el ciudadano no queda nunca satisfecho, no es saciado, jamás. Se llama retroalimentación (“autofagia” sería, tal vez, más específico). El ser no es por lo que es, prácticamente ni es por lo que hace, sino por lo que tiene. El ser social (porque si no, no se es ser) tiene una guarida, una apariencia (peinado, vestimenta, aficiones), una familia. Nada es perenne, todo es transitorio, por ende, superfluo. El problema que uno ve en todo esto, si entendemos el término ‘problema’ como una cuestión a resolver de índole similar a la ecuación matemática, es el siguiente: ¿quiénes somos?, o, más bien, ¿queremos ser o queremos estar?


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