domingo, 8 de enero de 2012

Frío

Hacía frío. Yo llevaba guantes. Los guantes eran de lana. Guantes blancos con rayas quebradas negras, azules y rojas. Hacía frío. Un frío que espantaba la conversación y emanaba nubes de vaho de las bocas apretadas. Sí, nubes como yeguas asustadas que despertaran de un sueño reconfortante. Hacía frío, un frío ínsito a Granada, pero la calle no dejaba de tener gente que iba de compras y que salía de las cafeterías abarrotadas. Fiel a mi desprecio por la etiqueta, vestía mal para la ocasión, pero eso a ella no parecía importarle, o incluso pudiera resultarle un aliciente, eso de dar paseos con aquel piltrafa, el pequeño anacoreta, quién sabe lo que debió de pensar. Desde luego, no será un hombre el que lo adivine.

Paseamos por Gran Capitán y por el Hospital Real. Me regaló un libro. No un libro caro, sino una edición ligera, una promoción de Alianza que buscaba sacar al mercado fondos de catálogo a 100 pesetas; leer no podía ser más barato. Me preguntaba cosas acerca de mi existencia undívaga, cuestiones de incuestionable banalidad, me hacía sentir el centro de atención y yo me dejaba llevar. Nunca me planteé la posibilidad de que me dejara hablar tanto por el simple hecho de que quería olvidarse de sus propias miserias. El caso es que yo hablaba cuanto podía, tampoco prodigaba la tertulia, que el frío picaba en la garganta y quemaba los labios resecos.

Ese libro del que he hablado. Ese libro se llamaba El perseguidor. De Julio Cortázar, cómo no. Aunque no le dije nada (faltaría más), le desprecié el obsequio porque era un librito barato y porque yo no me lo había leído. Por lo tanto, desconocía el valor de la obra igual que desconocía tantas otras cosas.

Me gustaba sentir ese frío lacerante, me hacía sentir la soledad del ser humano, me gustaba imaginar el solitario monólogo de los viejos que pasaban a nuestro alrededor con mirada encanillada, imaginaba también los soliloquios de los amantes que llevaban del brazo a su amada, ese extraño devanar de la incredulidad, el hecho mismo de llevar guantes y de no tocarla, no tener que sentir su tacto, poder darle la mano sin compromiso alguno.

Meses más tarde quedamos para tomar un café. Quedamos en muchas otras ocasiones antes de aquel café, sí, pero eso no viene al caso. No viene al caso porque con frecuencia me la encontraba en algún sitio, a cualquier hora del día o de la noche. Y también me llamaba mucho por teléfono y charlábamos. Cuando nos veíamos, solía quedarse conmigo y me preguntaba cosas. Cuando no estaba borracha, que era harina de otro costal. Pero,  como ya he señalado, hablar ahora de aquello no viene a cuento. 

Volvamos al café. Quedamos y la conversación derivó hacia los libros que me había leído últimamente. Le conté mi súbita admiración por Cortázar, su dislocada soltura, la tura de su fuego. Cortázar es un escritor de universitarios bohemios. Tal es su pasión misma por la literatura. Me había venido como anillo al dedo en aquel tiempo de mullido descarrilamiento que era la juventud.

Me había agenciado entonces uno de los tomos de sus Obras Completas. No el de las novelas, sino el de los cuentos. Le revelé cuál era mi cuento favorito. Una historia inspirada en Charlie Parker, no me acordaba del título. Ella me lo recordó inmediatamente, y me recordó también, intentando no darle importancia, que ese era el mismo cuento que me había regalado meses atrás. El perseguidor. Tenía una dedicatoria en el interior. Luego lo he releído con devoción. La dedicatoria, también.

¿Qué más contar? Me sentí obligado a pagarle el café y lo que hiciera falta. Solo pagué el café porque tenía que marcharse pronto. Meses más tarde me invitó a su fiesta de despedida. Se iba al extranjero. Me dijo que no dejara de escribirle a su correo electrónico. Se emborrachó. En eso no me meto. Hacía frío nuevamente. No tanto como en aquellos paseos que hicimos casi un año antes, pero el suficiente. Yo vestía mal para la ocasión y no llevaba guantes, ni bufanda, ni chaqueta. Eran noches de septiembre que refrescan y que a veces te pillan de sorpresa helándote los brazos, el cuello, los tobillos. Me acompañó a mi casa y yo pensaba en su soledad y en la mía.

Joaquin López Cruces. "La Granada de Papel" nº 0 (1984)