domingo, 25 de diciembre de 2011

Las moscas

Hace más o menos un mes que mi amigo, mi hermano, J. ha tenido a su primer descendiente, una niña que imagino preciosa y que significará para él y para su madre el mayor acontecimiento de sus vidas.
Fui a Granada para ver a la recién nacida y a sus progenitores, pero, como es de lo más común en los casos relacionados con J., no logré contactar con ellos.
Bien, esta entrada, que no sé si me atreveré a publicar por cuanto tiene de chisme, no va de buenas nuevas, aunque sea ya Navidad y parezca que uno deba ponerse tonto y reblandecer su duro corazón. Esta entrada tira por otros derroteros más deshonestos, diría yo que protervos, si nos cuestionamos el verdadero motivo de redactarla.
El caso es que pasé el fin de semana “granaíno” en casa de mis padres, con obstinados dolores en los costados, el vientre hinchado, los intestinos sublevados y extrañamente hambrientos, una cosa feroz y llena de vacío.
Ya en otras tierras, el lunes, tras una reunión de trabajo inicua y absurda, fui a la consulta médica de mi mutualidad y me atendió un señor calvo y cenceño no ausente de cierta condescendencia amistosa, lo cual no representó para mí motivo alguno de alerta, acostumbrado como estoy a esa clase de trato cordial pero esquivo. El señor calvo me preguntó por mis dolencias, yo le conté lo que me pasaba, o, más bien, lo que sentía, porque saber lo que me pasaba se suponía responsabilidad del galeno. El hombre se empeñó en regalarme una infección y explicar así por qué llevo una semana con dolores en los riñones, en las costillas, en el esternón… Me preguntaba si había tenido náuseas, si sentía molestias al orinar, si tenía diarrea, y, claro, el problema, el quid de la cuestión, la causa de mi desazón era que no, que no había experimentado ganas algunas de vomitar, ni me iba patas abajo por el retrete, y, gracias a Dios, no me dolía al orinar… Imperturbable, el señor calvo me indica que me quite la camisa y que me tumbe. Me ausculta con las manos desnudas y un estetoscopio, me levanta, me pide que flexione lateralmente, insiste en regalarme la infección y me escribe una receta con unas pastillas que sirven para combatir los gases.
No me llamó la atención nada de lo que les acabo de contar, aunque sí el hecho de insistir en el tema de las náuseas, la diarrea, etc. Era como si quisiera que hubiera padecido alguno de estos síntomas y yo no quisiera darle el gusto de confesárselo, pero la verdad sigue siendo que no, que esto que tengo yo lo veo raro y punto. Solo espero que, a fuerza de ir al consultorio, me hagan alguna prueba y pueda quedarme más tranquilo.
Se me viene ahora a la cabeza la imagen de un corro de chicos de apenas dieciocho años, abrazados y rumorosos, emborrachados en la oscuridad de una alcoba, desplegando los adminículos del amor fraternal (he dicho fraternal, ¿eh?), balbucientes y vigorosos mientras miran a una luna que, desde la ventana de la pieza, se empeña en bañar de luz la pared y la magnífica terraza que aquella casa-cobertizo tenía casi a su entera disposición. La imagen le sonará a alguno de los que me lee. Sonaba A Forest (Acércate y mira / mira entre los árboles / solo sigue a la chica / mientras puedas), huelga mencionar nada más acerca de esto.

The Cure en 1979
El caso es que la imagen persiste en la memoria. Me duelen las costillas como si una caballería fantasmal me estuviera pasando por encima pero no puedo dejar de pensar en la pregunta del médico, los síntomas de una dolencia, y no puedo dejar de ver a aquellos tiernos malogrados, salvajes fingidos que se prometían fidelidades y común testimonio de un camino otrora aún por recorrer, cuan largo pareciera, casi inabarcable con la imaginación, un camino que se nos abría por el ojo de una aguja.
Allí se forjaron los hermanos que nunca tuve. Entre ellos estaba A., que casó y vive en Madrid y que, de vez en cuando, una vez al año, me enseña fotos de su gata. Estaba P., otro hermano que emigró a la capital, se casó, en este caso, se divorció; con este y con M. mantengo un mayor contacto. Estaba F.H., a quien no veo desde hace ya un año, vive en Canarias, casado y con una hija, no suele llamar por teléfono. Estaba –tal vez, no lo recuerdo bien– F., casado y con un número de hijos desconocido para mí; A., de quien apenas sé nada; R., un caso parecido al de F. pero con más zancadillas y piedras en el camino… Estaba, cómo no, J., que ahora tiene una niña recién nacida y que no puede contestarme al teléfono.
Los años –eso lo sabemos todos los que leemos a nuestros antecesores– pasan rápidamente. Un día tras otro es un proceso invisible y silencioso de desmoronamiento. Me gusta ilustrar esta idea con el caso de la mosca. Para la mosca, un día es toda una vida. ¿Cómo pasan, entonces, para ella las horas? Donde nosotros vemos horas, ellas ven años. Matar una mosca no es tan complicado: solo tienes que aproximar el periódico muy lentamente, casi de forma imperceptible, como si no se estuviera moviendo. Para la mosca, el periódico siempre está en el mismo sitio, porque han pasado meses, quizás años, desde que inició el lento descenso que culminará con su muerte.
A veces expongo a quien quiere oírme la agonía del insecto en sus últimos momentos. Un mes o más de terrible desazón, a sabiendas de que el periódico ocupa todo su campo de visión y de que no hay escape posible, la mosca está acabada, en pocos días (o semanas, incluso) será un abdomen reventado en el cristal de una cocina…
¿Que si tengo náuseas, doctor? Bueno, este dolor macerado que se empeña en agarrarse a mis riñones y a mi columna vertebral no parece llegar a tanto, pero si lo pienso bien, sí, le voy a dar el gustazo de darle la razón. Sí, doctor, tengo náuseas, náuseas cuando miro atrás y admito mi parálisis, mi incapacidad para avanzar, mi necesidad infantil… náuseas cuando me despierto con sueños en los que vuelven mis amigos a tener veinte años, no es cuestión de vivir aquellos años, están aquí y ahora, pero son más jóvenes, son más jóvenes porque esos son mis hermanos. Náuseas cuando admito y entiendo que es ley de vida, y no solo eso, sino que es lo mejor para ellos, no puede ocurrirles en este mundo nada más puro, inocente y definitorio que tener hijos y formar una familia, y criar a los niños, y hacerse viejos. Náuseas cuando te llaman y te dicen que mañana no, que no podemos vernos porque quiero, necesito, pasar tiempo con mi mujer. Y repito, lo admito y lo entiendo, ¿qué otra cosa podría hacer? 
No puedo hacer otra cosa que aceptar lo evidente, recordar cuanta palabra, frase o proverbio se han vertido a lo largo de los siglos en torno al paso del tiempo, a su fatal imperio, comprar en el supermercado, cocinar, lavarme, acudir al trabajo, bromear con los compañeros, ocultar cuanta miseria y desprecio siente el soldado por el armisticio acordado, tanto tiempo malgastado en la trinchera, tanto tiempo que ya no es siquiera tiempo de guerra. Tanto tiempo que apenas es ya tiempo. Y no es que no me lo dijeran, no es que uno ya no lo supiera; hay testimonios infinitos de que esto ocurre siempre así; está el asunto del periódico que sigue cayendo, y que uno por más que mira no lo ve, ¿verdad? Está cayendo a velocidad de vértigo, pero no nos damos cuenta de nada. Me llama la atención de la mosca una cosa: la puñetera no se mueve, ni un músculo. Permanece tensa, con la trompa engurruñida, consciente de que algo no marcha bien, pero no se mueve, no se le ocurre tomar ninguna decisión, el miedo la entumece o tal vez comprenda que vaya a donde vaya, intente ir a donde intente ir, el maldito periódico acabará aplastándola en esa ventana desde la que se contempla el paisaje del mundo.  
  

domingo, 23 de octubre de 2011

Naranja amarga

Los pasos dados son las miradas, las distancias, los ecos espantados en las lejanas estancias, el cielo de esta Granada que subsume la desesperación, la confusión de los días que nos acorralan. Los pasos dados son una carretera de noche, la carretera de Lost Highway, la sintonía de Heirate mich de Rammstein (heirate mich / con mis manos cavo hondo / para encontrar lo que tanto echo de menos / y como la luna en un hermoso vestido / tu boca fría  he besado / heirate mich), pasos que doy para intentar olvidar, volver atrás y conducir nada más, quién lo iba a decir, qué hermoso manejar con nocturnidad y alevosía, y qué gravedad adquiere la tierra, el piso, esta bóveda morada y negra que amasa, con su cuenca de vacío imposible, un trayecto que se inyecta aceleradamente, un impasse de muerte y resurrección, salvaje conducción a quien no le importas tú, solo seguir esta maldita línea blanca, ¿dónde te has metido, canalla? Seguirte, línea juguetona, para no morir a las dos de la madrugada en un punto incierto de Puerto Lumbreras, seguir entonces a esta línea canalla y mirar deslumbrado los faros que te atraviesan el alma, los camiones dibujados de fosforescente naranja, preguntarse qué es no seguir, qué es de pronto morir, qué vale la pena. Y luego estás aquí. Ves a los padres y los amas calladamente, sin saber expresar cuánta violencia te provoca su vejez, con cuánta negrura el camino (la carretera que sigues conduciendo) te hunde por dentro en un pasadizo afilado de compacto limo, bienvenido a la vida, bienvencido por la vida, adoro esta línea, por eso la tentación de desobedecerla cada día es más poderosa.
Ahora son los pasos por la ciudad un sábado que atardece. Es una palabra necia ‘atardece’… o tal vez demasiado polisémica… ¿’atardece’ porque “se hace tarde” o porque “se va la tarde”? No importa realmente. Se hizo tarde hace ya mucho tiempo y se fue la tarde conforme caminaba, son esos pasos (en las distancias, en las lejanas estancias, en el cielo de Granada, que es un cielo distinto, un cielo que asesina niños, un doloroso rumor de belleza inefable, tal y como la verdadera belleza ha de ser siempre) los que me han dejado en éxtasis la mirada, la memoria fija en ciertas obsolescencias que se empeñan en la repetición extrañada, el Corte Inglés de Puerta Real, quiero comprar mermelada de naranja dulce, me acuerdo de los camiones de noche al escribir esto; los horribles plásticos blancos y malva que adornan el comercio, la luminaria insoportable y la miasma de perfumes y cosméticos, toda la mezcolanza se colma en mis sienes, bajo la línea roja de mis párpados, M. me dirá horas más tarde que me ve muy bien y no puedo entenderlo, una vieja rumana pide limosna a la entrada del Corte que es verdaderamente un corte inmisericorde, una despiadada malatería que se exhibe en escaparates al lado de un bellísimo paseo bajo los árboles, volvamos a la anciana gitana: sostiene un vaso de plástico de colores y lo mueve en círculos cortos, sin atreverse a decir nada, o simplemente cansada.
He dado los pasos por dar, vuelvo ahora a casa con una bolsa de polietileno que contiene un tarro de La Vieja Fábrica con mermelada de naranja dulce y una tableta de Orange Chocolate Heidel. La bolsa que le he comprado a la cajera no pesa en absoluto, pero no deja de producirme cierta vergüenza. La chica tan amable me preguntó si llevaba encima una de esas que ahora se han puesto de moda, bolsas ecológicas, y quise entablar conversación con ella, ¿saben? Preguntarle si uno puede llevar una bolsa todo el tiempo, en todos los lugares del mundo, en cualquier momento en que se te ocurra acudir al templo, para no tener mala conciencia, supongo yo, pero decirle todo eso no era oportuno, y la gente esperaba a que pagase religiosamente. Como decía, doy pasos que hay que dar, ha llovido, las aceras tienen ahora un rubor de plata fuliginosa, los cielos son ahora negros otra vez. Llego a casa y acaricio la espalda de mi padre, que está sentado, cómo no, y mira la tele. Sería imposible explicarle cómo está la ciudad que él dejó pasar hace ya cuatro años, cuando se acabaron para él los pasos por dar, pero eres el vástago. Una sociedad de células se formó a partir de dos individuos (digo ‘individuos’ a la sazón del tecnicismo propio de la biología, nada que ver con otros significados) y de ahí salió el vástago que su padre ama tan poderosamente, odiosamente, con potestad para dejarte sin habla, protegiéndote desde su silla, mirándote en lugar de la tele con ojos de incomprensible admiración… En realidad, sería una estupidez contarle cómo está esta ciudad. Sí, hay obras en Camino de Ronda y también a pocos metros de casa; sí, los alcaldes, los políticos y los malos se empeñan en teñir de petróleo todo cuanto hay de bueno sobre la faz de la tierra, lo triste es cuando te dicen que el polietileno durará casi para siempre; he leído que las cosas hermosas no deberían morir, y si Platón tenía en algo razón, debería de ser en esto. Granada, su cielo, su piedra, no cambia, sigue imperecedera su camino que se mueve en círculos cortos, sin decir nada, tal vez cansada, es una idea y las ideas no deberían morir, ¿verdad?; es una pena que el plástico vaya a durar tanto, demasiado tal vez, y ya “atardece” para mí, mantengo la esperanza de que no sea así, pero claro, un hombre con esperanza es un hombre con miedo. Miedo a que no tenga esto sentido, a que los malos se salgan con la suya, a que no se dé cuenta nadie de quién soy dentro de esta carcasa. El miedo es el hermano de un hombre con esperanza. Cuantas más veces siga la línea en esta noche oscura, por esta carretera perdida, en el espacio sin cielo ni contornos, menos me quedará para perderla. Qué bien, voy contando los pasos como quien cuenta las horas. Vulnerant omnes, ultima necat.

Post data: la palabra clave no es, aquí y ahora, ‘pasos’, ni ‘atardecer’, ni ‘horas’. ¿Se han preguntado qué especie de árboles engalana la Carrera de la Virgen? Busquen, busquen. Por cierto, la naranja es símbolo de la fecundidad y está relacionada con la flor del azahar y la divinidad Afrodita; y la piel de naranja con la malatía, palabra que he mencionado a través de ‘malatería’, edificio destinado a los leprosos; curioso, en la traducción del tema de Rammstein, heirate mich, me encuentro con una estrofa que reza: “Te tomo cariñosamente del brazo / pero tu piel se rasga como papel / y partes de ti caen. Por segunda vez, te escapas de mí”. Son casualidades que nos brindan las composiciones léxicas, llamémoslas también, por qué no, sociedades de palabras, organismos vivos, vástagos, en definitivas cuentas, que uno no puede dejar de admirar con ojos bondadosos. Solo les pido un poco de esa bondad vicaria a la hora de leer los dislates del Ciudadano. ¡Salutem plurimam!

domingo, 31 de julio de 2011

En torno a Ian Curtis (2)


1. Epistemología de la supervivencia.

Así que llegamos a edades de incómoda templanza. Son épocas añadas en la rendición y la supervivencia, no consisten en nada, excepto en dejar pasar los días y las horas. Tú lo sabías y optaste por otra cosa. Nosotros, mientras tanto, desde aquí vemos las oportunidades como una bagatela ya gastada; entonces, por qué no malgastar otra mano de la baraja. Así que aquí estamos y ni siquiera lo solicitamos. Tampoco pedimos lo contrario, por si acaso…

Qué demontre, lo justo es reconocerte cierto mérito; te admiramos, oh amigo secreto, nuestro más oscuro comandante, nuestro más dulce guerrero. Querías irte solo, sin la algarabía que embotaba tus oídos; solo tambores lejanos propios de guerras perdidas y el caso es que tenías razón, llegamos a la cuarentena y el miedo es ya un firme acompañante. Se ha hecho tan habitual que ya ni nos percatamos de su presencia.

Vivir con miedo es ya una exigencia. Nos ha deformado la existencia y los rostros son ya el espejo del alma: rictus modelados a base de miradas resabiadas y muecas de cinismo en la comisura de los labios. Lo que una vez fue hermoso ya solo es un mamotreto, esto es, la caricatura desbastada de hombres que no lo consiguieron. Pero tú no quisiste verte así. Me pregunto cómo alguien tiene el valor de hacerlo, cuánto dolor y escarnio vaga en tales recuerdos. Claro, claro, hay otros métodos para no conseguirlo.



2. Metodología para no conseguirlo.

Pendes entonces de un taburete y las patas ya te bailotean. Volvemos a engañarnos si creemos que no estamos nosotros igual. Que quede bien claro, la inestabilidad, la fina línea que apenas pisamos con firmeza, es parte activa de una impasible inercia. Pienso en imágenes vagas y figuras de referencia, tú mismo de joven con la palabra ODIO escrita en la espalda de una gabardina vieja, una madre (tal vez la tuya) con gesto de incertidumbre; pasan los años y todos confesamos lo mismo: no lo logramos, ¿verdad?

¿Qué importa el modo? Pero importa tanto, tanto importa que escribimos sobre ello, hacemos tesis sobre el asunto y leemos o escuchamos músicas que nos traen a vueltas el método. Metodología para no conseguirlo. No nos engañemos, al menos en esto, la forma es tan importante como el contenido o más. Porque muchas veces el recipiente está vacío, así que elegimos fracasar en la apatía más acomodaticia, lo importante es fracasar; dicen que solo a través del fracaso se alcanza la victoria.

Los verdaderos sabios, moribundos inveterados, comprenden que eso es mentira. Miramos al horizonte con la certeza de que nunca alcanzaremos su orilla. Conozco a gente que se para a descansar un rato, y a algunos que deciden finar tales pasos con fuego, mirando al infinito que en nuestro caso no deja jamás de ser finito, límite de tierra o de mar. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. Siguiendo con el topoi, el río de Ian Curtis –tu río, amado general– contuvo en su corto cauce tamaño caudal (qué grosera metáfora, lo reconozco) que ninguno de nosotros, futuros compañeros, puede evitar un reconocimiento infatuado, tal vez exagerado, a tu figura.

¿Lo ves? Tú también has cruzado la línea, no supone la muerte exención para el cambio, lo mutable no merma su poder si quedamos testigos de tanta inestabilidad, has pasado de ese joven guerrero lleno de energía a esa figura de referencia para tantas generaciones, una nueva madre para espíritus desorientados, alma máter de jóvenes moribundos. Es el privilegio de los que aún quedamos, el de atestiguar la derrota. Por tanto, es solo forma de qué manera queremos perder, cómo reconocer una rendición, caminar hasta caer o detenerse en mitad de este desierto y volarse la cabeza, ahorcarse en la cocina o quemarse con gasolina. 

Me entusiasman los entusiastas de la existencia. Capacitados para la insistencia taciturna y contumaz. En definitiva, administradores de su propia desesperanza. Es cuestión de enamorarse (caer en el amor, dicen los ingleses como tú) y de pensar en los hijos. ¿Se supone que así nos salvamos? Admitiré como incuestionable un hecho. Mejor dormir acompañado. Pero al final es lo mismo, admitir o no una derrota de antemano, decir en un puñado de versos todos los secretos del universo. Y no saber nada. Y no deberle nada a nadie.

Cada día y cada atardecer con temor
 él la reclama a voz en grito,
vigilado cuidadosamente por un buen motivo,
denodado por su dedicación y su amor.
Obsesionado por la propia supervivencia,
a diferencia de otros que se cuidan de sí mismos.
Hablamos de una ceguera que roza la perfección
pero que duele como ninguna otra cosa parecida.

Aislamiento.

Madre, lo intenté, por favor, créeme,
lo hago lo mejor que puedo.
Me avergüenzo de las cosas por las que he pasado,
me avergüenzo de la persona que soy

Aislamiento.

Pero ojala pudieras contemplar la belleza
de las cosas que nunca seré capaz de describirte,
los placeres ocultos en las distracciones más inciertas,
mi única e insólita recompensa

Aislamiento..

-Ian Curtis, Isolation

martes, 19 de abril de 2011

En torno a Ian Curtis (1)


Me miras al rostro y preguntas: ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué esa cara? Y siempre la respuesta es la misma: No me ha pasado nada. ¿Qué habría de pasarme? Te sueles quedar con el gesto típico de los descreídos o de las descreídas, porque no hay quien se lo crea, y uno suelta las respuestas con alambicada auto-indulgencia, copa en mano, los labios mojados, una vidriosa baba de alcohol manchando el mentón desaliñado. Son noches que nos vemos los amigos, momentos lúcidos que se embadurnan de muelles reprobaciones y de discusiones carentes de sentido.
Me mira al rostro y yo tendría que decirle: Éste es el rostro de un guerrero sometido. Iugurtha o Vercingetorix, Álvaro de Luna, Juan Peiró, Erwin Rommel, Charles Manson o infinidad de nombres desconocidos, todos ellos reyes, cazadores, y malogrados asesinos, hombres que enloquecieron con la caza y con el próvido adversario, ciegos que sometieron minúsculos reinos de inoportuno nombre, sordos que inspiraron romances ya desmoronados, o mudos que soñaron con linajes inmortales, a fin de cuentas, hombres todos tumbados al raso en la más perfecta noche de luna llena. Entonces, pese a mostrarnos en tantas ocasiones –con el poso mudado que deja la historia– a mitos más que a personas, desconocidos o no, qué decir sino que también ellos fueron sólo hombres, y también en su interior aguardaban su turno el más recalcitrante de los escepticismos, la peor de las destemplanzas, los vagos presentimientos del infinito, colmados todos sus anhelos de la ausencia de la palabra. Me mira al rostro y no me reconoce. Porque, más que acordarse de esta imagen que tiene delante (este retrato de un hombre inconstante), prefiere pensar en aquella otra imagen fulgente y salvaje, el amigo que fue en otras horas más desbocadas, quizás más inconscientes, cuando las cosas no acababan de pasar, el amigo joven e inexperto que le arrancaba la sonrisa con sus impertinencias, sus actuaciones de feria, las ambiciones y las ínfulas.
No ve al guerrero sometido porque nunca vio al guerrero, nunca pudo presenciar la sombra siquiera del hombre luchando, sólo lo pudo ver esperando el momento de la batalla, bromeando sobre las fuliginosas hojas de las espadas, trazando planes de conquista futuros. ¿Acaso no es eso lo que hace un general? Mantener a la tropa con la moral alta mientras los crudos días del invierno y del hambre pasan. Pero por muy hábil que sea un mandamás, si no hay  batalla, sin saqueos ni medallas, tarde o temprano la tropa se disgrega. Los soldados cuelgan las armas y se casan, tienen hijos. Planifican vidas y esperanzas.
Qué cosa más triste un general sin batalla.

Le miraba a los ojos y nunca vio al guerrero. Él se desesperaba porque las cosas no son como deberían de ser. Y tener la palabra es aún peor, duele aún más si alzas la voz. Una madre nunca quiere un soldado, cualquier cosa menos un soldado; una madre sólo quiere que su hijo sea más feliz de lo que ella fue (siempre lo pensará en un pasado indefinido, como si fuese algo que  tuvo sin saberlo siquiera), que tenga hijos, una buena mujer, una bonita casa. ¿Qué clase de madre desearía para su hijo otra cosa?

            Madre, lo intenté, te lo ruego, créeme.
Lo hago lo mejor que puedo.
Me avergüenzo de las cosas por las que he pasado.
Me avergüenzo de la persona en que me he convertido.
                                                           –Ian Curtis, Aislamiento

Mea culpa

Mea culpa. Siguiendo las sabias instrucciones, tildémoslas de admoniciones, del señor Chuck, me compro una casa. Dos plantas para amueblar y para hacer cuentas el resto de una vida. Me dice la chica inmensa del BBVA que puedo pagarla a 35 años, lo cual se traduce en sarcasmo mal encauzado y una mueca de incredulidad. ¿Yo viviendo tal cantidad de años? El caso es que firmo y admito mi desfachatez. Doblo la testuz y, derrengado por la liviandad de las circunstancias, paso mes y pico visitando a los que me van a poner el gas, los que me darán la luz, quienes harán que pueda beber agua y quienes permitirán que mi estómago sea saciado. Gratias maximas, Prometeos encadenados, por tenerme dando tumbos de un sitio a otro durante más de un mes.

Una vez pertrechado y amueblado, el piso es un aguazal de estanques hibernizos. Estoy en el fondo de una piscina y solo veo paredes blancas, estanterías de colores, acuático de bolsillo y un televisor samsung de 40 pulgadas que me han colgado de la pared mediante un ingenio de palancas digno de las legiones que asediaron Masada. Lo veo incrustado en el tabique y me imagino a mi vecino con el cráneo taladrado mientras dormía. Por si acaso, me aconsejan que no lo mueva mucho. Todo mientras me acomodo en un sofá gigantesco de piel flor, por supuesto, tintado de negro.

Y llega la hora de ponerse Internet. Barajo unas cuantas posibilidades y me decanto por Telefónica (ahora dicen Movistar, ¿no?): me piden mi número de cuenta bancaria y me aseguran que en una semana está todo hecho. Espero obedientemente una llamada. Una semana después me despierta un señor muy amable con mono azul. Me hace bajar a los contadores, mira de arriba a abajo y llama por un teléfono móvil a la central. Me explica que no tenemos el cableado y que él no puede aún hacer nada. Me indica que, inmediatamente, vendrán los encargados de meter los cables y que, inmediatamente, él en persona volverá para poner el contador. Luego tendrá que aparecer -cómo no, inmediatamente- el tipo que me hará la instalación doméstica .

Todos ustedes suponen lo que pasó. Recibí dos facturas de la compañía en donde no se me cobraba nada, pero el caso es que eran facturas. No obstante, los señores del cableado no aparecían. Yo no tenía prisa, la verdad. Sigo sin tenerla, pero el primer damnificado por mi apatía post-parto inmobiliario ha sido este blog en el que yo había depositado cierta vaga ilusión. A los dos meses sin el cableado llamé al 1004 y pedí que se me diera de baja. Los que me conocen saben que detesto hablar por teléfono con desconocidos. Los que me conocen aún más profundamente saben que detesto hablar con desconocidos y punto. Fuera de un modo u otro, sigo sin Internet en mi casa. No tengo intención inmediata (esa palabra ya retumba en mis oídos) de ponerlo porque ese reniego es ahora mismo el único gesto de rebeldía imbécil que me queda. Así que el blog se está yendo a la mierda. Y la ilusión vaga y tonta como una chiquilla enamorada también se va a tomar por culo, que es lo que suele hacer cuando se encapricha de tíos duros, jambos cocainómanos hartos de comer coños que no dudarán en coger a esas tiernas adolescentes y provocarles algún desgarro anal. Eso es para mí ilusionarme con algo. Y de hecho, sufro de hemorroides.

Así que mea culpa, todo responsabilidad mía. Hacer un blog y prometer constancia a través del elogio a la inconstancia. Fantasear con cientos de entradas que encanillan mi vanidad intestina a lo largo de un conducto que solo lleva al retrete. Y, hablando de retretes, volvamos a la palabra axial: lo inmediato. Lo inmediato es tener coche, lo inmediato es tener casa y muebles, lo inmediato es salir por la noche, lo inmediato es… ya saben, he sido lo suficientemente grosero líneas atrás como para forzar más las cosas. La inmediatez de esta cultura me recuerda una cosa: cuando te quedas mirando el microondas mientras calientas un vaso de agua: son los cuatro minutos más largos del día.

Nos han enseñado a comportarnos ante las necesidades diarias con exigencia. Si tienes un apretón de vientre, vas inmediatamente al baño a descargarte. Si hay otra clase de apretones, siempre hay algo a mano. Si quieres un coche nuevo, no te preocupes, nosotros te hacemos la mejor oferta. Si quieres hablar con alguien, este móvil se llama ahora i-phone, y con él no solo podrás hablar, sino también acceder a la Red, etc. No conocemos el significado de la palabra sacrificio. El sacrificio se basa en la negación de lo inmediato, en dignificar tu existencia a través del dominio de las necesidades primarias, cuánto más de las secundarias. ¿Qué nos hace humanos sino este control de nosotros mismos y de nuestros instintos? Tengo a veces la impresión de que el mensaje que flota en el aire a día de hoy es el de no pienses, no actúes, no te sacrifiques. Alguien o algo (no pretendo ponerle cara a esta confabulación porque somos todos nosotros los que la nutrimos) nos prefiere animales. Somos como niños consentidos que han perdido (o aniquilado, si prefieren la retórica de Nietzsche) a sus padres y disponen de todo lo que quieren sin que nadie les ponga freno. Pero así no se crece ni se mejora, solo se deja pasar el tiempo como quien mira el microondas sin el vaso de agua que he mencionado antes. ¿Qué sentido tendría eso?

Mea culpa, entonces, si no he escrito antes, quizás lo quieran interpretar como un sacrificio que me ha permitido cerciorarme de una necesidad. Una necesidad que también ha de ser controlada para no revertir en una defecación más. Escribir es un acto anejo a la condición humana porque es el proceso más refinado de comunicación. No niego su carácter contingente, muy al contrario, por eso reclamo su control y proclamo su imperio. No ponerme Internet en mi nueva casa ha sido una bendición en el sentido de que me ha permitido recordar lo simples que son las cosas. También, que hay necesidades que no han de ser cubiertas de manera inmediata; entre ellas, la de la escritura. Exige disciplina y constancia si no quieres cagarla. Pero esa constancia no puede ser traducida en entradas de un blog insensatas o prolíficas. También a ustedes tengo que respetarlos. Por eso entono estas disculpas y ratifico lo dicho: no pienso olvidarme del blog como tampoco me he olvidado de escribir. Solo quería comprobar hasta qué punto lo necesito y hasta qué punto he de controlar tanta confusa ilusión que, desmañada por los instintos, solo me puede conducir al váter más hediondo.